jueves, 12 de noviembre de 2020

Ser lector en 2020


Debería poder levantarme en la mañana con la memoria restaurada, la mente fresca, los ojos diáfanos, los objetivos claros. Tomaría una taza de café cerrero, me acomodaría en mi pulcro escritorio, donde descansan en completo orden mis libros, secuenciadas en la agenda mis tareas del día, afilados los lápices. La arquitectura de mi estudio me permitiría extenderme en mis largas horas de lectura sin tropiezos, apenas tomando pausas para estirarme, cavilar una idea en profundidad o comer. No habría nada que se interpusiera entre la página escrita y yo, pues el ruido del mundo no me alcanzaría aquí, en la biblioteca personal donde todo ha sido de antemano pensado: la temperatura, el color de las paredes, las alfombras que evitan que un taconeo de zapatos produzca eco. Al final de la tarde daría un pequeño paseo por el prado, donde intentaría poner en orden las ideas, clasificarlas, dominarlas, conectarlas con otras para dar sentido a todo un día de nuevos datos que han recorrido mi mente. De esa forma nada podría olvidar: ni los títulos, ni los autores, ni las ideas más relevantes. Al final, podría irme a dormir con la tranquilidad de haber aprovechado un día más junto a mis libros. 

 

Solo que nada relacionado con los libros, con la lectura, es así. Al menos en mi caso.

 

 

Este año dediqué más tiempo a la lectura que en ningún otro. En parte porque debimos quedarnos en casa, en parte porque estaba (y estoy) en medio de la redacción de la tesis del pregrado. Pero en lugar de crear un método ordenado de lecturas, sistemas de apuntes y de llevar el conteo de qué fue lo que leí, me embarqué en una vorágine de libros leídos a medias, cuadernos de apuntes reordenados a la medida de las circunstancias, papeles dispersos y capítulos enteros que olvidé a la vuelta de la esquina. Creo haber leído de inicio a fin muy pocos libros. El resto fueron vivamente encarados, si bien dejados a la mitad o a pocas páginas del final. Leí además una cantidad nada despreciable de artículos de revistas, reseñas, tesis, trabajos y capítulos de volúmenes sobre los temas de mi investigación (el libro álbum, la educación artística… y el extensivo etcétera de esos puntos suspensivos), de los cuales tengo muchas impresiones, pero la más viva es esta: pocos saben escribir. Si hay una fuente de sufrimiento para el lector no son las ideas complejas en sí mismas, sino la torpe disposición que adquieren bajo la sintaxis de tantos autores mediocres. Cuesta trabajo encontrar trabajos del mundo académico que tengan la cortesía  contar con la presencia del lector, que dispongan sus ideas con respeto por quien quizá no conoce el tema en cuestión y que organicen sus palabras bajo secuencias amenas, sin tontos errores de principiante y sin la estúpida tendencia a la palabreja rebuscada

 

Leí buena parte de un libro valiosísimo: El lector literario, de Pedro Cerrillo. Tuve que leerlo en el computador, claro, porque las bibliotecas estaban cerradas y no lo conseguí en ninguna de las librerías que frecuento, ni siquiera en el FCE, editorial del título. Encontré en él, como en otros textos, la idea de que la formación para la literatura (sobre todo la que se brinda en la escuela) debería fomentar el disfrute de la lectura. Es una idea bastante popular. Mucha de la bibliografía sobre literatura infantil y juvenil tiene este enfoque, que al maestro dice: “No enseñes a leer, enseña el gusto por la lectura”. Es atractivo y coherente con nuestra contemporánea facilidad para encontrar datos, que vuelve obsoleta la lectura enciclopédica heredada por la generación anterior. Y sin embargo no podría decir que se ajusta por completo a la realidad, es decir, al acto de leer como método de aprendizaje, de información, de contraste de los datos y búsqueda de la verdad. Sencillamente hay textos que se padecen. Hay momentos en que el texto no es una planicie gozosa sino una colina escarpada de relectura, notas al margen, idas al diccionario y discusión con otros lectores. No me malentiendan: por supuesto que quiero ver a la gente leyendo por placer, pero deseo también que se sepa que puesto que la senda de todo lector se dirige hacia la independencia de su pensamiento, no puede existir sin traumas. 

 

Como lector tienes que enfrentar el ruido (en su no estrecho espectro), los espacios poco iluminados, el calor, las ganas de hacer otra cosa, las pocas ganas de leer, que no esté el título que necesitas por ninguna parte, los pdf mal escaneados, el olvido, los malos escritores, las malas selecciones de tus maestros de la escuela o de la universidad, el sueño. Hay quienes ven en la escuela la raíz de todo desprecio por la lectura. He encontrado autores que aseguran que la curiosidad del niño basta para que se encuentre a sí mismo como lector y que si no lo hace será por culpa de las trabas, la mala gestión o quién sabe qué otros factores impuestos por la escuela, la familia o cualquier otra institución. Sinceramente, no lo creo. Leer es una actividad compleja que requiere esfuerzo. Un niño no será un lector natural sencillamente porque la lectura no es una actividad natural. La letra escrita es una imposición de la cultura que debe ser aprendida por cada nuevo cerebro cada vez, sin que nada del pasado letrado pueda darle pista alguna. Un lector novato de hoy se enfrenta a las mismas dificultades de un lector novel de hace mil años: la conexión arbitraria entre el sonido y la marca en el papel (o la pantalla, en nuestro caso), las  excepciones a las reglas de la ortografía, los titubeos de la mano inexperta al garabatear las letras. La diferencia radica en que hoy la escritura no es el patrimonio de una élite, ni está rodeada por el misticismo religioso y su enseñanza se inscribe en la posibilidades de interpretación de los textos que van más allá de lo oficial. 

 

Creo que son las posibilidades que tenemos a día de hoy con los libros y la cultura escrita las que han determinado la forma en que leo. Esto y la mente febril que le heredé a vaya uno a saber qué ancestro. Antes de empezar siquiera a leer hay ya un circuito armado que recomienda títulos, que los pone a disposición, que los comenta (en YouTube, por ejemplo, sigo a varios booktubers en inglés y francés (1), que constantemente están incrementando mi lista de libros por leer). Además, están las bibliotecas públicas (una bendición en Medellín, sin parangón con ninguna otra institución de ese tipo en el país, lo digo en serio) que ponen a tu disposición una madreselva de tomos y álbumes, folletos y cómics, poesía y libros para aprender a tocar guitarra. Quizá por ello no soy un lector fiel, y de hecho, soy uno bastante promiscuo. Soy incapaz de dedicar mi atención a un solo libro y a tiempo completo. En lugar de llevar esa inmaculada vida de lector que imaginé al inicio, lo que tengo es un donjuanismo literario de dudosa disciplina. Doy brincos entre temas y nunca leo un solo libro, sino tres y cuatro a la vez. Tomo notas compulsivamente y luego las guardo solo para sorprenderme releyéndolas: “¡¿De verdad yo escribí esto?!”. No dudo en dejar de leer algo que sé que no va para ninguna parte (así me pasó con El psicoanalista, una quimera tonta). Y me entusiasmo con proyectos de estudio que después dejo a la mitad por falta de tiempo, aliento o ganas, o porque no dan plata, todo hay que decirlo.  

 

En este punto de mi vida, 24 años, la lectura es consubstancial a mi cotidianidad, a mi forma de razonar y de emitir opiniones, a mis actividades de esparcimiento, a los sueños que aún tengo la audacia de tener. Si hubo algo rescatable de este año probablemente fueron los libros que leí, que tuve tiempo de leer. El resto no lo agradezco.      
 
1. Acabo de darme cuenta de que no sigo booktubers en español 

 

 

Otros textos sobre la lectura y los libros: 

 

domingo, 8 de noviembre de 2020

Breve historia de una desilusión


¿Alguna vez llegaron a buen puerto por los motivos equivocados? Yo sí. Hace poco más de un año me encontré, de camino al coliseo deportivo de la universidad, con uno de mis profesores de los primeros semestres de la carrera. Nos saludamos y me atreví a comentarle la historia de una de mis lecturas.

 

Yo estaba trabajando en la fiesta del libro, en el pabellón mejor decorado y más atractivo: el Salón de la literatura infantil y juvenil. Cada año apartaba parte de mi sueldo para alguno de los libros que la librería promocionaba y los sacaba con el quince por ciento de descuento, por ser empleado. El año anterior había traído a casa al final de las semanas de trabajo Una historia de la lectura de Alberto Manguel, en una bella edición de Almadía. El libro era una experiencia estética no solo por la reconocida elocuencia de Manguel, también por el esfuerzo de la editorial en hacer del objeto una confluencia de papel grueso y de calidad, ilustraciones legibles y facilidad de manejo de las páginas. Tuve varios intentos de iniciar a leer el libro y tardé en acabarlo dos o tres meses. Saqué de esta lectura no solo la visión de un mundo confeccionado por lectores, además renové mi pasión por los libros al descubrir que, como lector, no estaba solo. Antes me había preocupado de que por culpa de los libros me estuviera alejando del mundo hacia una realidad insular. Pero luego de haber encontrado en Manguel tantas historias de gente como yo, con los mismos retos, manías y preocupaciones, podía seguir avanzando en mis lecturas sin miedo de convertirme en una especie en vías de extinción. Y todo ello había tenido lugar gracias a las clases del profe en aquellos semestres iniciales en que comenzábamos a entender los mecanismos de la lectura y su importancia para el mundo académico y para la vida en general. El profe siempre llevaba a las sesiones ejemplos extraídos de Una historia de la lectura y yo había soñado durante años con leerla, con encontrar la fuente primaria de aquella forma de entender el libro y los textos. 

 

Al terminar el recuento el profe me miró con sorpresa. “¿La leíste toda?”, preguntó. “Claro”, respondí. “Yo nunca la he leído toda”, me dijo. Me despedí de él, rumbo a mi clase de baile, no sin sentir una pequeña traición del pasado. 

 





martes, 3 de noviembre de 2020

Dos textos sobre la pérdida

 Medellín, 21 - 08 - 20

Elegía a Pedro Alonso

Quizá todos compartimos hoy la sensación de ingravidez, de vacío, de pregunta por qué seguirá mañana, sabiendo que el resto de nuestra existencia tendremos que aprender a vivir sin Pedro Alonso, Peyo, padre, hermano, abuelo, tío.

   Ahora que ya no estás, querido abuelo, es un consuelo saber que nadie podrá jamás decir que tiene un mal recuerdo tuyo. Fuiste un hombre sereno, callado aunque gozador, y trabajaste siempre en procura de tu familia y tu descendencia. La vida de mi abuelo expresó siempre esa tranquilidad interior que quiero pensar que tuvo en su última hora. Nunca abandonó Usiacurí y las grandes ciudades le daban alergia. Siempre prefirió la amabilidad de su pueblo, su casa, su hamaca y de su radio. Hemos heredado de él una forma de vivir sin provocar el pleito, sin que nuestras pasiones guíen nuestras decisiones, sin ese afán por acaparar la razón y la palabra que hoy en día causa tantos estragos.

   No quisiera pregonar una forma de acallar el dolor que cada uno siente de la manera más personal. En cada cual la pérdida se expresa en distintos caminos, unidos todos en la partida de Pedro Germán. Pero quiero pedirles que no lo olviden. Si el olvido es la segunda muerte, la más definitiva, extendamos la vida de Pedro Alonso en el recuento de nuestros recuerdos de él. Honremos su vida con las nuestras. Seamos leales a lo que hemos aprendido de su estadía en el mundo. Contemos sus historias.

   El alivio de nuestra pena tendrá que nacer no solo de saber que hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance durante su enfermedad, sino también en encontrar en su memoria una forma de que él siga viviendo.

   Desde Medellín quiero decirles que los amo, en el amor más fraternal, a todos los que se encuentran reunidos y que me duele no poder asistir a la despedida última de mi querido abuelo. Ojalá volvamos a reunirnos con él. 

 

Mis abuelos rodeados sus hijos
en el patio de la casa grande de Usiacurí
 

Barranquilla, 18 - 10 - 20

La huella infinita 


El jueves pasado, justo después de enterarme de la noticia, entré en piloto automático y apenas estoy saliendo de él. Dejé de pensar en mí, en la cotidianidad de mi vida, en la preocupación de haber llegado al final de la carrera, en el mundo exterior a mi familia. Me subí al avión con indiferencia, sin concretar ningún pensamiento en particular, incrédulo de que el dolor no me estuviera doblegando. Llegué a Barranquilla sin una camisa decente, por lo que tuve que hacer una parada rápida en una tienda de ropa antes de dirigirme a la funeraria. La voz interior que guía mis pensamientos enmudeció y en lugar de ideas me gobernaban mis propias órdenes: “Saluda”, “Sé fuerte”, “Mantén la calma”. Fue así como pude encarar el recorrido hacia el cementerio, el llanto de mi madre y de mis tíos y tías, el pesado ataúd que estuvimos obligados a empujar hasta el silencio de una última bóveda. 

 

    No fue la casa de mi abuela lo que me hizo volver de ese tiempo ajeno en que me encontraba. No fue el encontar en mi maleta los guantes para el frío de la clínica, que no tuve tiempo de entregarle. No fue ni siquiera ver por última vez su rostro a través de una ventanita de cristal. Fueron sus recuerdos. Entendí que era cierto que te habías ido no porque no estabas en el patio de la casa, entre las matas del jardín o entre el desorden tuyo de la cocina. Comprendí que me dolía tu partida cuando me di cuenta de que te necesitaba, de que te necesito aún  cuando recorro tus memorias. Llego a tu casa y estás esperándome en la terraza; paso a la sala donde ves televisión; me dirijo al cuarto donde duermes en profundidad; paso por la cocina en que preparas un dulce de caballito y unos rosquetes de yuca molida; salgo al patio donde te encuentro atareada con regar las matas, rayar el coco, tender la ropa. Eres tú quien me recibe en los viajes de mi infancia, quien adorna los vestidos del carnaval, quien se ríe de mis cuentos rebuscados, quien apunta todo porque todo se le olvida. 

 

    Ahora que mi abuela Beatriz no está creo haber encontrado el significado de la palabra omnipresente. Hay quienes están en todas partes porque las llevamos dentro. Mi abuela me sigue a cada sitio. Entreveo su rostro en algún gesto reconocido en mis tías, en mi mamá, en mis primos o en mí; escucho su voz en las palabras que ella usaba y que nosotros repetimos; la encuentro en la particular forma de ver la vida que le heredamos. En estos pocos días he hallado también cierto consuelo en la idea de que Beatriz nos pertenece ahora más que nunca. Su vida es ahora nuestra, interiorizada en el alimento que nos dio, en el afecto que nos brindó y en la huella infinita que imprimió en cada uno de nosotros. 

 

    Con Beatriz estamos juntos en las fotos, en los sueños, en las cartas olvidadas y pronto lo estaremos también en la tierra muda. 

jueves, 29 de octubre de 2020

Los otros prójimos


Si te dijera que en un planeta perdido de un sistema solar cualquiera existe una especie sociable, capaz de aprender y resolver tareas, apta para compartir información con sus semejantes a través de un sistema lingüístico, con un grado de adaptabilidad  inigualable y con la habilidad mental de manejar conceptos puramente abstractos, ¿me creerías? ¿Y si te dijera que pertenecer a esa especie es lo que hace posible leer este artículo? 

    Al nacer los humanos son unos desvalidos incapaces de desplazarse, procurarse el alimento e interactuar a plenitud con el mundo que los rodea.  Otras especies no tienen una infancia tan extendida. Mientras para Homo sapiens el periodo de preparación para la vida adulta tarda más de una década, otros animales alcanzan la madurez en la mitad de ese tiempo e incluso menos. Además, una vez alcanzada la adultez los humanos no se han convertido en bestias temibles ni depredadores envidiables. ¿Cómo pudo entonces este primate  desvalido llegar a ocupar la cima de la cadena alimenticia y desde ahí extender su dominio sobre la faz del mundo? 
    Los humanos conquistamos el planeta principalmente gracias a nuestro lenguaje único. Con él podemos compartir grandes cantidades de información y experiencia acerca del entorno que nos rodea, no solo en términos del presente sino también en retrospectiva. Los monos verdes, por ejemplo, emplean un llamado de advertencia cuando hay un águila o un león cerca, lo que les indica qué hacer ante el peligro: si mirar hacia el cielo o subirse a un árbol. Los humanos, sin embargo, pueden hablar de experiencias pasadas con águilas y leones y así buscar soluciones más eficientes al problema de ser cazados. Y esto solo con la palabra hablada. Si agregamos la escritura a este proceso, la cantidad de información que puede ser almacenada y compartida aumenta significativamente. Con la escritura la memoria no depende de la capacidad individual, sino de la calidad del soporte sobre el que se escriba. Así es como tenemos tablillas cuneiformes de más de tres mil años de antigüedad, el tiempo suficiente para que el esqueleto de quien la confeccionó se haya convertido en el más fino polvo. Si vemos las cosas de este modo, este mismo texto no es más que una de esas tantas formas de compartir información. Y el mundo digital es el vástago hiperdesarrollado de la conversación acerca de la básica necesidad de no ser comido.

    Gracias al lenguaje podemos realizar otro de nuestros secretos para el éxito: trabajar en equipo. 
     Piensa por un momento en qué necesitas para trabajar en equipo… Además de una lengua común (como el español o el embera) muy probablemente necesites un
creencia común. Al fin y al cabo ¿cómo cooperar con alguien que no cree en tus valores, en tus dioses, en el dinero o en la idea de nación tal como tú la entiendes?  ¡He aquí la cuestión! Los humanos cooperamos con otros humanos (incluso si son unos completos desconocidos) porque tenemos creencias en común. Y este tipo de consensos son el resultado del don del lenguaje. Gracias a él nuestras discusiones no solo versan sobre leones o águilas, árboles o estrellas, es decir, cosas con una existencia objetiva; sino también sobre entidades que solo existen en la imaginación de las personas, como Dios, la Nación, el dinero o los Derechos Humanos. Y como millones de humanos pueden creer en estas cosas, millones de humanos pueden cooperar en la construcción de una pirámide, en el desarrollo de la tecnología suficiente para llevar al hombre a la luna o a fin de participar en una protesta anti cuarentena o en una protesta anti protestas. 

    El hecho de que podamos cooperar en gran escala es la principal razón de que los seres humanos estemos en la cima de la pirámide alimenticia: no solo no tenemos depredadores propios, hemos llegado al punto de cultivar nuestro propio alimento y domesticar una cantidad nada despreciable de otras especies.  La mayoría de los seres humanos no vive en una sabana, no está a expensas del clima, no tiene que salir a cazar. La mayor parte de la población vive en centros urbanos, donde un ecosistema artificial los protege de la brutalidad de la naturaleza. Es nuestra tecnología lo que hace que nos sintamos seguros frente al medio. 

    Toda esta situación ha propiciado el crecimiento, en la mente de los humanos, de la idea de que son únicos. De que de alguna manera están separados del resto de las especies. De que sus sentires, apetitos y valores son más complejos y en esa medida más valederos que los de cualquier otro ser. De que son el epítome de la creación. Quizá este autoengaño sea suficiente para dar paso a la destrucción de los hábitats del resto de seres vivos, para ensuciar cada río o para imponer una visión de mundo. Pero no tiene nada que ver con la realidad. Al menos no desde el punto de vista evolutivo. 

     Durante siglos hemos fantaseado con la idea de que existen civilizaciones extraterrestres: aliens invasores de inteligencia superior a la nuestra, con la consecuente guerra de civilizaciones. Una de las mejores películas del 2016, Arrival, muestra la interacción entre dos mundos: el de los humanos y el de los heptápedos. Los heptápedos son una especie tan avanzada que puede concebir una realidad no linear en términos temporales. Esta raza se adelanta a los sucesos antes de que ocurran a través del lenguaje. Suena raro sino no has visto la película, lo sé. Pero es solo un ejemplo de cómo hemos transformado nuestra orfandad ecológica en ficciones sobre compañía extraterrestre. Y sí, es verdad que no siempre estuvimos solos. No porque tengamos noticia de vida o civilizaciones más avanzadas que la nuestra en otros rincones del sistema solar,  de la Vía Láctea o del universo. Sino porque hasta no hace mucho no solo tuvimos varios primos incivilizados, como los monos verdes, los chimpancés o los bonobos. Tuvimos asimismo unos cuantos hermanos.

    El secreto mejor guardado del Homo Sapiens es el hecho de que hace parte de una especie biológica con antepasados que le dieron origen y que son también los abuelos y tatarabuelos de otras especies.  Aunque para ser sinceros, este es un secreto a voces. No es que tengamos pocas pruebas de que compartíamos este planeta con seres demasiado parecidos a nosotros, es que no queremos aceptarlas.

     El término especie se refiere a una población de individuos con la capacidad de entrecruzarse dando lugar a descendencia fértil, es decir, capaz de reproducir su material genético. La biología clasifica a todos los seres vivos con un sistema binomial en el que cada organismo recibe una nomenclatura en dos partes: primero el género al que pertenece, luego la especie particular de dicho género. Por ejemplo, El oso de anteojos tiene por nombre taxonómico Tremarctos ornatus; es decir, la especie ornatus, del género Tremarctos.  El oso tiene algo en común con nosotros, Homo sapiens: somos la última especie viva de nuestro género. El hecho es que los sapiens, hasta hace unos 12.000 años compartimos el planeta Tierra con otros humanos de distinta especie, hermanos nuestros, descendientes de un ancestro común reciente. Eso fueron Homo erectus, Homo neanderthalensis, Homo ergaster y Homo denisova.

    Solemos entender la evolución como un proceso lineal de perfeccionamiento graduado, en especial cuando se trata del hombre. Esta forma de entender el proceso da la impresión de que en un momento específico de la línea temporal solo una especie de humano existe. Es una falacia común considerar que Homo erectus engendró a Homo neanderthalensis y que este a su vez dio origen al Homo sapiens. Sin embargo, la especiación sucede en dependencia de las presiones ambientales y un organismo que da origen a otro puede seguir viviendo incluso por miles de años más. Esto no quiere decir otra cosa más que los humanos vivimos gran parte de nuestra historia en compañía de otras especies muy parecidas a nosotros, adaptadas a distintos climas, relieves y condiciones ambientales. Quizá sea el momento de ampliar el término humano: no solo son humanos los sapiens, también lo son el resto de integrantes del género homo.

    Homo erectus, por ejemplo, vivió desde hace unos dos millones de años hasta al menos 108.000. En todo ese tiempo la especie se extendió desde África hacia la península Ibérica y de ahí hasta la isla de Java, abarcando toda Eurasia, en área de unos ¡117 millones de kilómetros cuadrados! El erectus podía caminar erguido, fabricar utensilios de piedra y, tal parece, comunicarse con lo que sería un protolenguaje. La especie tenía una diversidad genética amplísima, lo que ha hecho difícil la clasificación de muchos fósiles y ha dado pie a hipótesis evolutivas interesantes. Los erectus medían entre 1.46 y 1.85 metros y exhibían un reducido dimorfismo sexual: es decir, los machos se parecían bastante a las hembras.

    El caso más interesante de nuestros hermanos homínidos es quizá el de Homo neanderthalensis. En 1856 fue descubierto el primer fósil de esta especie, en en valle de Neander, en Alemania. Durante los años sucesivos, el hallazgo de nuevos fósiles derivó en una percepción errónea de la anatomía de los neandertales relacionada con estereotipos colonialistas: cejijuntos, encorvados y peludísimos, eran la imagen representativa del salvajemente bruto “hombre de las cavernas”, del idiota que se resiste a entrar en civilización.  Era esta la misma representación que se había hecho de los nativos de muchas latitudes en la época, a fin de justificar la expansión imperial de las potencias europeas por todo el mundo. Así, las hipótesis de una temprana separación del sapiens en la línea evolutiva y una completa desconexión con nuestra especie era el consenso general. Sin embargo, a finales del siglo XX todo comenzó a cambiar. Nuevos estudios fueron desmontando la idea del bruto neandertal hasta reconstruir una imagen de la especie que se  parece más a los sapiens modernos que a los simios incivilizados. Los neandertales fueron capaces de organizarse para cazar, implementar técnicas de cocción de alimentos, cuidar a sus enfermos incluso en la vejez y en la discapacidad y de confeccionar utensilios de todo tipo. Y hay más: los neandertales incluso pudieron haberse cruzado con los sapiens y dar descendencia fértil. Se han encontrado poblaciones humanas con genes neandertales en sus códigos genéticos.

    Junto con los neandertales el resto de especies humanas se extinguió a lo largo de milenios, milenios en que coinciden con la expansión de los sapiens por el mundo. Por lo que hay algo de inculpador en nuestra historia: muy probablemente arrastramos a los demás homínidos a la extinción a causa de nuestra intolerancia étnica. Al día de hoy pequeñas diferencias en el color de la piel de las personas han motivado a un grupo de humanos a querer deshacerse de otro u otros, no digamos ya qué habría significado para nuestros ancestros sapiens encontrar en su camino otros seres ya muy extraños para convivir con ellos, pero demasiado parecidos para ignorarlos. 

     


Bibliografía

Lee, S. y Yoon, S. (2018). ¡No seas neanderthal! y otras historias sobre evolución, Bogotá D.C, Colombia: Debate. 

Harari, Y. (2015). De animales a dioses. Breve historia de la humanidad, Bogotá D.C, Colombia: Debate.

 






miércoles, 14 de octubre de 2020

Marco teórico (apartado).

Fundamentación teórica


En un libro ilustrado las imágenes que acompañan el texto son el resultado de una interpretación, la del artista. Esta interpretación, con vida material en el dibujo, tiene siempre distintos grados de fidelidad respecto a la obra escrita. Esto quiere decir que para el libro ilustrado las ilustraciones podrán ir desde la fiel reproducción o redundancia en lo dicho por el texto, hasta la más libre inclusión de elementos no presentes en él, pero que, al entender del artista, aportan nuevas aproximaciones a la realidad ficcional descrita por la escritura. Cabe aclarar que este grado de fidelidad depende a su vez de las intenciones del producto editorial visto como un todo. En una publicación científica, por ejemplo, las ilustraciones, si su intención es mostrar una realidad concreta, deberán apegarse al guion del texto. Aunque, incluso ahí, esta reproducción varía a causa de las técnicas usadas en la realización del dibujo. Tenemos, entonces, que el criterio para entender los libros ilustrados debe ser el hecho de que la ilustración no aporte, desde el punto de vista de la narración total del texto, ningún elemento independiente de la diégesis expresada en la escritura. La imagen no tiene una relevancia mayor para aquello que el texto narra. Sobre el espectro interpretativo y la libertad del ilustrador frente al texto, Rosero (2019) ha hecho dos clasificaciones: el vasallaje y la clarificación. El vasallaje sucede cuando 


la ilustración se hace a partir de textos escritos previamente; es decir, cuando el relato se hace sin un presupuesto visual y, por lo tanto, puede sostenerse sin la imagen. La ilustración allí cumple un papel al inicio decorativo y elemental que está al servicio del texto escrito, haciendo un señalamiento literal (p. 5).


Y  la clarificación


en el momento en que la ilustración y el texto se vuelven hipervínculos que logran tender puentes con otros relatos, situaciones históricas, contextos, objetos, conceptos o personajes fuera de la narrativa misma, para construir una idea, dar una opinión o simplemente hacer pensar más allá (p. 8).

En 2013 la editorial Zorro Rojo reimprimió por tercera vez la edición ilustrada de los cuentos de Edgar Allan Poe, en la traducción de Julio Cortázar y con las ilustraciones de Harry Clarke. Para cualquier lector de Poe resulta siempre tentador ir a contrastar la forma en que había imaginado cualquiera de los cuentos con la ilustración que de él hizo el ilustrador. Para La caída de la casa Usher Clarke escogió el momento en que lady Madelaine Usher regresa de la tumba, un acierto porque ese es el clímax de la historia, cuando los indicios que el escritor ha venido sugiriendo cobran sentido y corporeidad en la descompuesta aparición de lady Madelaine, con la consecuente caída que da título al cuento. Pero, si bien Clarke ha hecho un magnífico trabajo ilustrativo (por su técnica y confección), las imágenes no tienen resonancia para la narración, no afectan al cuento de Poe en ningún nivel. Lo que difiere de un título como Matador, de Wander Piroli y Oliron Moraes, editado en Colombia por Babel en 2015. Matador cuenta la historia de un chico frustrado porque, a diferencia del resto de niños de su barrio, no puede matar un gorrión con la cauchera... hasta que, al fin, de una pedrada logra cazar uno, que va a estrellarse en la parte trasera del tejado; el protagonista se acerca al pájaro, pero el gorrión no ha muerto, por lo que el niño se espanta y lo estrella contra la pared. La cualidad correlativa del libro álbum aparece con más fuerza al llegar al final, cuando al texto “Y no pio más/ Quiero decir, pio, sí/ Y sigue piando/ dentro de mí,/hasta hoy” lo acompaña una imagen de la sombra del protagonista reflejada contra la pared donde la mancha de sangre que el pájaro dejó al chocar se alinea con su corazón. 
  
En los libros álbum no puede haber una separación interpretativa del texto y la imagen sin que la diégesis se trastoque. La historia es a la vez la imagen y el texto, en palabras de Díaz (2007): 

El libro álbum se reconoce porque las imágenes ocupan un espacio importante en la superficie de la página; ellas dominan el espacio visual. También se reconoce porque existe un diálogo entre el texto y las ilustraciones, a lo que puede llamarse una interconexión de códigos. Sin embargo, esta interconexión no es suficiente para que podamos considerar a un libro como álbum. (...) Debe prevalecer tal dependencia que los textos no puedan ser entendidos sin las imágenes y viceversa. Es decir, deben someterse a una interdependencia de códigos [negritas del original] (pp. 92-3). 


La interdependencia de la que habla Díaz ha tenido diferentes aproximaciones desde lo teórico. Romero (2019) la define como “simbiosis”, que sucede “cuando la sustracción de la imagen o el texto implica el derrumbe de la narración” (p. 11). En el presente trabajo a esta relación se le denominará en adelante sinergia, en concordancia con lo propuesto por Silva-Díaz (2006): 


La interacción entre el texto escrito y la imagen ha sido representada a través de metáforas, como por ejemplo, la del collar en el que las ilustraciones serían las perlas y el texto el hilo (...); la de la tela en que los hilos de ambos códigos se entretejen para formar el tejido; la “simbiosis”, un término proveniente de la biología; o las metáforas musicales del contrapunteo, “antifonía” o el “dueto”. Pensamos que el término adecuado para caracterizar la interacción es el de “sinergia” (...), pues señala la producción de dos agentes que en combinación tienen un efecto mayor al que tendrían por separado (p. 25). 

En los libros álbum la sinergia se expresa de incontables maneras, algunas de ellas son la ironía: Cómo fracasé en la vida, de Bertrand Santini (2010); las tramos alternas: La Piedra Azul, de Jimmy Liao (2017) o Hally Tosis. El horrible problema de un perro, de Dav Pilkey (1995); o los cambios en la descripción del mundo ficcional: Voces en el parque, Anthony Browne (1999).
 
 La imagen así como el texto son dos sistemas cuya existencia depende de códigos culturales que deben aprenderse a fin de descodificar mensajes. Si bien las imágenes tienen una tendencia natural a parecerse a aquello que representan, no debemos perder de vista que una imagen está ahí en lugar de otra cosa, por lo que no dudamos en llamarla un signo; es por esto que Chiuminatto (2011) afirma: “Cualquier imagen es culturalmente construida” (p. 62). Y esta es la razón por la que las imágenes se leen. De hecho, Mitchel (1984) introduce el concepto familia de imágenes, que en el presente trabajo servirá para entender por qué es posible la elaboración y lectura de libros álbum. Para este autor las imágenes pueden ser gráficas, ópticas, perceptuales, mentales y verbales. Vemos cómo dentro de esta teoría imagen y texto son ambos parte de la manifestación de la innata capacidad humana asociativa que hace posible la lectura. Dicho en forma más amplia: 

el acto de leer (...) debe ser entendido como la culminación de la capacidad que tiene el ser humano de usar signos para comunicarse y de intercambiar información con sus congéneres, en otras palabras, de vivir en comunidad, trascendiendo lo inmediato. Esta aptitud simbólica general a que aludimos es innata en el ser humano y consiste en la capacidad de usar signos, es decir, asociar algo percibido en un momento dado con otra cosa no percibida. Los signos han sido definidos de distinto modo en distintas ciencias, pero todas ellas coinciden en que un signo tiene, al menos, dos partes o caras —como las de las monedas— relacionadas entre sí: una corresponde a aquello que se ve y una segunda a lo que significa (el significado) (Ibáñez et al., 2014,  p.25)


Por lo que podemos afirmar que la lectura es una actividad ante todo asociativa. En el caso de los textos escritos, la información recibida a través del sentido de la vista (o del tacto, en el caso del sistema Braille) se relaciona con el sistema lingüístico que el lector tiene interiorizado. En este sistema está incluida toda la información de carácter léxico, gramatical y pragmático con que cuenta el lector por ser hablante de un idioma particular. Una de las características de la escritura alfabética es que el nexo entre las letras y los sonidos de la lengua que representan es totalmente arbitrario, razón por la que la educación para la lectura tarda años, en lugar de apenas meses. Cabe anotar que de niños debemos dominar la modalidad oral de la lengua antes de iniciar el aprendizaje de la modalidad escrita. Y que aquella capacidad simbólica humana puede, a través de la educación formal y la repetición, alcanzar tal grado de eficiencia que los lectores consiguen niveles de fluidez que les permiten leer sin que la asociación entre la información visual y la lingüística sea consciente.

 Para explicar las etapas de este proceso cognitivo, Wolf (2008) ha ingeniado el siguiente ejercicio: trate el lector de leer, lo más rápido que pueda, el siguiente párrafo de Proust, en Sobre la lectura

Puede que no haya habido en nuestra infancia días más perfectos que aquellos (...) que aquellos que pasamos con nuestro libro favorito. Todo aquello que tanto complacía a los demás, o eso parecía, y que descartábamos como un vulgar obstáculo para un placer divino: al amigo que venía a buscarnos para jugar cuando estábamos en el pasaje más interesante; la molesta abeja o el rayo de sol que nos obligaba a levantar los ojos de la página o a cambiar de postura; la merienda que nos habían obligado a llevarnos y que dejábamos intacta a nuestro lado, en el banco, mientras sobre nuestra cabeza el sol iba perdiendo su fuerza en el cielo azul; el obligado regreso a casa para la cena, durante la cual nuestro único pensamiento era subir, sin perder un instante, a terminar el capítulo interrumpido, todas esas cosas con cuya lectura podíamos sentir cualquier cosa menos fastidio, han logrado grabar en nosotros un recuerdo tan dulce (...) que, si por casualidad hojeamos aquellos libros de antaño, no es más que porque son los únicos calendarios que hemos conservado de los días que se fueron y confiamos en ver reflejados en sus páginas las moradas y los estanques que ya no existen. 

Luego de la lectura, Wolf (2008) nos pide hacer conciencia del propio proceso, preguntándonos a dónde nos ha llevado y qué recuerdos han evocado las palabras de Proust. Más adelante concluye:

Podemos decir que su sistema de planificación ejecutiva ha dirigido muchísimas actividades a fin de garantizar que comprendieran el contenido y recuperaran todas sus asociaciones personales con el texto. Sus respectivos sistemas gramaticales han tenido que hacer horas extras para evitar trabarse con las desconocidas construcciones sintácticas de Proust, con sus interminables frases plagadas de comas y puntos y coma antes del predicado. Para conseguir todo esto, sin olvidar lo que ya habían leído cincuenta palabras antes, sus sistemas semántico y gramatical han tenido que actuar en estrecha colaboración con su memoria de trabajo. (Piensen en este tipo de memoria como en una especie de «pizarra cognitiva» que almacena temporalmente información para su utilización a corto plazo.) La información gramatical insólitamente ordenada de Proust tenía que ser relacionada con los significados de las palabras una por una y sin perder la pista a las proposiciones y al contexto del pasaje (pp. 25-6).
 
Si leer se restringiera a este proceso sería ya bastante, pero ocurre que las asociaciones de todo lector exceden lo lingüístico. Los lectores, además, conectan las palabras impresas con su experiencia previa, donde están incluidas sus ideas acerca del acto de leer y la información acerca de los distintos géneros discursivos. Durante la lectura ponemos todo de nosotros para llegar a una interpretación. Y conjugamos lo que sabemos con los objetivos de cada lectura particular a fin de interpretar un texto: se sabe que no es lo mismo leer por entretención, para aprender o para pasar el rato; y que diferentes tipos de texto se presentan en contextos diversos, y exigen del lector distintos grados de atención y tiempo de lectura. Se colige de esto, que

saber leer ya no sólo implica la decodificación de oraciones, sino un esfuerzo por la construcción de significado; todo ello, sobre la base de diversos elementos funcionales y contextuales que son relacionados por medio de la cognición del lector con el texto que está leyendo (Ibáñez et al., 2014, p. 65).

Porque los textos escritos son “la materialización lingüística, en términos gráficos, de una intención o propósito comunicativo, el cual no queda marcado por la extensión ni necesariamente por la organización estructural” (Ibáñez et al., 2014, p. 66).

Lo que hemos dicho hasta ahora apunta al hecho de que, al enfrentarse a un texto, el lector no realiza una aproximación cándida, sino que, por el contrario, aunque sea en forma precaria, construye un marco interpretativo para cada texto. Denominamos estrategia de lectura tanto al uso del conocimiento asociado al proceso lector que tiene que ver con los objetivos de lectura, los contextos y formatos en que los géneros discursivos se expresan, como a las prácticas de comprensión de los textos que implican una reelaboración de la lectura, tales como los resúmenes, esquemas y demás técnicas. En Ibáñez et al. (2014) encontramos que “cuanto más se conozca acerca de estos aspectos, mejor será el resultado del proceso de lectura, por supuesto, siempre y cuando el lector sea capaz de utilizar ese conocimiento de manera eficiente” (p. 62). Los objetivos de lectura están asociados al supuesto de que siempre que un sujeto lee en forma consciente lo hace para satisfacer demandas de tipo informativo, sentimental, estético, entre otros; y que toma decisiones a fin de satisfacer esas demandas, ya sea escogiendo un tipo de texto o formato en particular, o fijándose en aspectos que considera relevantes mientras lee. Estos objetivos son importantes porque determinan la forma en que el lector aborda el texto. Y están relacionados con los géneros discursivos en la medida en que el género delimita qué es lo que el lector puede esperar de su lectura: es evidente que no cabe confiar en que aparezca una disertación ética en una receta de cocina, por ejemplo. Los géneros no solo son formatos de escritura, también son marcos de interpretación:

para que un individuo enfrente un texto con éxito, es necesario que posea y ponga en uso una serie de conocimientos de tipo lingüístico y contextual relacionados con el texto que está leyendo. Esto es posible puesto que las situaciones comunicativas que se generan en la interacción social son relativamente convencionalizadas y estandarizadas. Es decir, las situaciones comunicativas tienden a seguir un patrón que todos los miembros de una determinada comunidad conocemos y respetamos a modo de lograr una interacción efectiva y eficiente (Ibáñez et al, 2014, p. 69).