sábado, 24 de enero de 2015

Los dioses abandonados



Todo se desmorona
Chinua Achebe
Random House Mondadori, 2013
205 páginas.



-Si dejáramos a nuestros dioses y siguiéramos a vuestro dios-preguntó entonces otro hombre-,
¿quién nos protegería de la cólera de nuestros
antepasados y de nuestros dioses abandonados?

Okonkwo, el guerrero más fuerte de la tribu, quien ha ascendido al círculo de los hombres más importantes de Umuofia, debe partir. Tiene que abandonar su tierra por la muerte accidental que causó a uno de los hijos de un antiguo guerrero del clan. Esto ocurre justamente cuando se celebraban los adioses de este último y sus descendientes bailaban despidiéndolo. Okonkwo es condenado a siete años de exilio. Matar a un hombre de la propia comunidad es una ofensa grave para los dioses que deberá ser expiada en la tierra de su madre. Toma sus pertenencias y se va con sus tres esposas y sus hijos. Los años de destierro serán narrados con poca profundidad. Es como si no tuvieran importancia, como si hubieran sido una laguna en la vida del personaje y, en consecuencia, la de su familia. Sólo llegan de Umuofia  noticias de que las cosas se han ido transformando. Él, sin embargo, no deja de planear su regreso. Y el día llega. Okonkwo espera volver y retomarlo todo. Su entrada será espléndida y podrá ser quien era antes. Pero al tornar su mundo es otro. Ya los hombres no valen por su fuerza y arrojo y las costumbres han cambiado por la llegada de extranjeros: los europeos.

El hombre blanco ha llevado su religión, su vida y su gobierno a las tierras de África Occidental y los ha impuesto. Los habitantes de la aldea parecen seducidos por la nueva fe –cristiana, lejos de los oscuros temores en que los miembros del clan creían. Okonkwo no puede soportarlo. Nada le pertenece más. Ni sus tierras ni el conocimiento antiguo ni aun la autoridad de los espíritus que solía encarnar.

Leí esta novela en menos de una semana. Y no por la prisa o la presión con que a veces debemos leer los libros; la leí en este tiempo por que tenía demasiadas ganas de ver cómo continuaba la narración y cómo terminaba la historia. Escrita con un lenguaje exacto y las palabras indispensables, esta novela fue una completa experiencia de uno de los valores más atribuídos a la lectura: leer nos hace más empáticos. Y la empatía, por definición, hace que tengamos una participación afectiva en la realidad que afecta a los demás. O sea que la lectura te pone en los zapatos de alguien a quien quizá nunca conozcas.

De todos los temas tratados en la obra hay uno, me parece, más relevante, sobre toda hacia el final del relato: el colonialismo. Esa idea según la cual una sociedad tiene el derecho, sin pensarlo dos veces, de invadir tierras ajenas alzando la bandera de la civilización. El colonialismo tardó muchos años en desaparecer –al menos en su forma más explícita– y dejó los estragos más crueles sobre aquellos pueblos que fueron ocupados. Pasó en América y, en este caso, pasó en África. La ocupación inglesa (y europea, en general) fue uno de los hechos más deshumanizadores de la historia. Porque una invasión de este tipo no reconoció ninguna validez en las costumbres de los pueblos que se encontraban en estos territorios.

Este tema está expresado en la novela de forma conmovedora y brutal. Hay una descripción muy detallada de las costumbres del pueblo igbo. Allí están su lengua, sus dioses, su manera de ver el mundo y, sobre todo, su humanidad. Lo que hace aun más dolorosa esa pesada carga impuesta por los británicos.

Esta historia, originalmente publicada en 1958 con el título Things Fall Apart y escrita por Chinua Achebe, nigeriano, es una de las muestras de la nueva literatura africana (en caso de que exista una demoninación tal) escrita en inglés, que fue aprovada por la crítica y traducida a una veintena de idiomas. 

Okonkwo es el hombre que encarna los valores del pueblo igbo. Es fuerte, trabajador y respetuoso de los dioses y las leyes de la sociedad. Su único defecto es su temperamental propensión a la violencia. De este modo es Okonkwo Umuofia entera, con sus nueve aldeas. Okonkwo es a Umuofia lo que Odiseo a Grecia, sólo que, a diferencia de este último, Okonkwo no puede vencer al final.

jueves, 22 de enero de 2015

Llueve Medellín




Cuando yo era niño tenía miedo de los perros. He visto como los viejos temores, los de la niñez por ejemplo, nos acompañan el resto de la vida. En mi caso son los perros, pero sé de quienes odian a las arañas o las serpientes sin nunca haberlas tenido cerca. Otro temor que tengo nació hace años. Mientras celebrábamos el día del amor y la amistad en mi escuela un tornado quebró las ventanas, hizo volar el techo y nos llenó de pánico. Recuerdo que en serio pensé que moriría. Un niño de diez años pensando que su tiempo terminó. Lo mismo, supongo, debieron de pensar los otros 30 o 40 niños que estaban esa tarde en el salón. El corredor se inundó. Cuando al fin salimos, porque ya se sabe que los minutos tardan siglos en suceder cuando estás al filo de tu propia vida, el agua corría por las escaleras como si una quebrada naciera del segundo piso del bloque. Bajamos. Y nos mantuvieron sentados un par de horas en una enfermería improvisada. Mi escuela no tenía una enfermería decente ni estaba preparada –supongo que no está preparada todavía– para una catástrofe de tal magnitud. El tornado sacudió hasta hacerlos caer a los viejos árboles. Tiró los cables del electrificado. Dobló las vigas del techo de un coliseo que acababan de terminar. Mató cientos de ardillas e iguanas. Y lo peor de todo, me dejó un sentimiento de intranquilidad que en adelante me acompañaría en los días de lluvia en los que el viento sopla más de lo normal, el agua parece caer infinitamente, los truenos retumban como si fueran el resultado de grietas celestes.

El 29 de octubre pasado fue miércoles. Lo recuerdo porque cuando la tormenta empezó a descabellarse yo estaba sentado, intranquilo, en la clase de literatura griega y latina. No puedes controlar el miedo. La intranquilidad, como dije, venía de lo profundo de mi cabeza. Del recuerdo de aquella tarde. Desde la ventana del salón podía ver los árboles tambaleándose indefensos, sin poder correr a refugiarse. El agua y el granizo caer. Las filas de carros cubiertos casi completamente por el agua. Los truenos de Medellín son los más sonoros que jamás he oído, su fuerza es tal que incluso el corazón siente las vibraciones que el ruido deja en el aire. Son peores que las papas bomba de los capuchos y más impredecibles. 

La clase terminó. La lluvia también, aunque no sus consecuencias. En la mañana había tomado la bici como medio de transporte, según mi costumbre. Ahora era imposible transitar entre los carros. Y tenía miedo de que lloviera de nuevo, de que una moto me arroyara o de resbalar y quebrarme un hueso. El tráfico avanzó muy muy lento. Y cuando pude asomarme vi el puente de Punto Cero inundado. Por eso el tráfico tan lento. El agua había llenado toda la parte subterránea como si fuera una piscina hondísima de agua sucia. Así que en desvié tomando una acera. Pedaleé con más precaución que de costumbre. Y en el camino vi la fragilidad de la que somos parte. La lluvia podrá siempre doblegar nuestra voluntad, por más fuertes y enormes autos que construyamos. La gente estaba estancada. Con miedo de perderse en medio del tráfico o de ensuciarse las botas del pantalón en los charcos de lodo en que se habían convertido las aceras. La naturaleza, es decir, el clima, las corrientes de agua, los animales; en una hora sumió a la enorme ciudad en la ruina y el caos. Y sus ciudadanos (como yo) se encontraron vencidos ante la imposibilidad de regresar a casa.