martes, 28 de abril de 2015

Discurso tardío


Quise decir algunas palabras cuando me gradué de bachiller. Quise ser quien pronunciara el discurso de despedida. No lo hice. Estaba tan ocupado estudiando para el examen de la Universidad Nacional (examen que al final no pasé) que no escribí nada. Estas son quizá las palabras que quería decir y no dije.


 

Estos muchachos están a un paso de mi olvido. Y está bien, porque, al mismo tiempo,  yo estoy a un paso del olvido de ellos. Los veo en esta foto y no los reconozco. Por supuesto que sé quiénes son. Podría ir recitando el nombre de cada uno de ellos. Los de la fila de abajo, de izquierda a derecha: Natalia, Mari, Brian, Ana, Ricardo, Carlos Hincapié, Mari Vargas, Astrid. Los recuerdo. Al menos una vez le dirigí la palabra a cada uno de ellos. A todos y cada uno de ellos. Pero no los reconozco por el simple hecho de que ya no puedo verlos como los veía antes. Con esa mirada de jovencito de dieciséis con la que durante un año, el último año de escuela, los vi día a día, semana a semana, mes a mes. Y en consecuencia, ahora, en vez de un vivo recuerdo de mañanas y tardes, tengo una imagen cada vez más borrosa de aquellas clases de matemáticas, español y física junto a mis compañeros.

Cada día de universidad me convenzo más de que éramos otros. Éramos otros hace un año o dos. O tres, según la cuenta que saco de cuándo se tomó esa foto. ¿Quién la tomó? No recuerdo ¿Qué día de la semana era? No recuerdo ¿Por qué se tomó? Adivinen, no recuerdo. Ya no recuerdo nada o muy poco a pesar de que fueron años de verme crecer junto a estas personas, desde primaria hasta el último año del bachillerato. Supongo que eso quiere decir que nunca fuimos lo que creíamos ser: amigos de toda la vida, compañeros para siempre, hermanos. Fuimos, simplemente un grupo de jóvenes que iban juntos a clase por distintas razones pero principalmente por azar. El azar no hizo estar ahí durante ese año, el azar nos juntó para esta foto.

Miren esos rostros sonrientes. Mi sonrisa no se ve. No sé si estaba sonriendo, pero la mayoría de mis compañeros sonríen. Y la mayoría son niñas, había más niñas que niños en el 11 02. Todas muy lindas. Algunas simplemente hermosas. ¿Cómo no te enamoras de alguien a quien vez día a día sentada en la fila de la izquierda, junto a la ventana, con la falda mostrando buena parte de su muslo? ¿Cómo no odias a un hijo de puta que cree que se las sabe de todas todas? ¿Cómo olvidas todo aquello? No tengo respuesta para cada pregunta pero estoy seguro que ya no soy más un recuerdo al que acudan por alguna razón, de la misma forma en que, si no fuera por esta fotografía, yo tampoco recordaría a buena parte del 11 02. 

Yo estoy en el tope de esta pirámide. Una cinta me tapa la cara (ahora recuerdo, quizá esa cinta sea decoración de algún cumpleaños, quizá de la profesora Galia). Tengo una camisa con un bombillo en el pecho y una gorra blanca que usaba todos los días. Tengo, además, un collarcito que casi no se ve pero que tenía una mariquita pequeña como dije. Habíamos pintado y decorado el salón con nuestras manos como se ve al costado izquierdo y continúa en el derecho. Hay allí unas huellas rojas en forma del signo que se hace con la mano para significar “rock”, son mis huellas. En el centro, como madre de todos, está Galia. A ella no la puedo olvidar. No podría olvidarla ni aunque quisiera. No la olvidaría. Y aunque su rostro se fuera haciendo cada vez más difuso en el recuero, aún tendría su voz. La voz que nos dirigía en los momentos más importantes de todo el proceso de aprender, de soñar, de vivir en la escuela. Galia fue nuestra profesora, nuestra confesora, nuestra amiga.

Yo estoy ahí y ya no estaré nunca. Soy el tipo más melancólico del mundo. Cierto día pasé por la Normal y los ojos se me encharcaron, se me encharcaron de lágrimas, justo como ahora que escribo estas palabras. El tiempo se puede estirar, retrasar, pero nunca se puede echar para atrás, eso nunca. Y lo que no fue no será ya más en el momento en que debió ser. Seguramente soy uno más entre tantos y tantos que se han graduado de esa escuela, pero escribo estas palabras para decirles que no olviden. Estas palabras están dirigidas a aquellos que todavía pasean los pasillos de la Normal. Aquellos que aun juegan en sus canchas y sufren sus falencias y gozan de sus virtudes. Porque la escuela no será perfecta, pero, carajo, es mi escuela y es mi vida y fueron mis compañeros y mis profesores y solo por eso los quiero tanto como se quiere a un recuerdo que no termina de borrarse.

Mi último consejo es que no se olviden. Suena hipócrita viniendo de mí que no llamo a ninguno de mis compañeros (y hay amigos con los que no volví a hablar después de la graduación). Y sin embargo los llevo en mi memoria y en mi vida. No se olviden. Vivan todo este momento que aún no se les escapa de las manos, el momento de estudiar, de soñar, de jugar, de vivir y de aprender. No lo desperdicien como nosotros lo hicimos, no lo malgasten como nosotros lo hicimos, no lo olviden como nosotros lo hicimos. Como yo lo hice. Si pudiera regresar le diría a cada uno  de mis compañeros que la vida se me ha vuelto más difícil ahora que ninguno de ellos está, ahora que tengo que enfrentarme al mundo sin su ayuda. Pero no puedo y por eso les digo que no se olviden. El recuerdo les servirá cuando vayan y sean adultos y tengan hijos y nietos (pasará, carajo, pasará) y la vida se les  vuelva un muro de realidad inquebrantable y estén solos. Siempre podrán contar con sus compañeros del bachillerato (o con su recuerdo). 

Alberto Márquez.