domingo, 8 de marzo de 2015

La era de la distracción



 
Tengo una queja contra mí mismo: me distraigo demasiado. Me sucedía antes, cuando era niño, con el televisor. No dejaba de ver Bob Esponja y mi madre tenía que quitarle cierta parte al enchufe del televisor y ponerlo en el lugar más alto de cierta repisa. Cuando descubrió que yo había descubierto ya hacía un buen rato su escondite empezó con un artilugio más difícil de superar: lo metía en su cartera y se lo llevaba consigo. Mi mamá tenía que sentarme casi a la fuerza para que yo hiciera las tareas. Tenía que tomar la correa. Tenía que amenazarme con “no hay más televisión si no haces las tareas”. Eso si hablamos de mí. Pero también tenía (y tengo, por supuesto) cierto primo para quien la televisión era un asunto endémico: si la mamá salía, todos estábamos enterados de qué hacía cierto primo en su casa, ver televisión. Había, claro, otros distractores. Ningún deporte en mi caso, a decir verdad. Pero mi vecino escapaba de la tarea y se iba a jugar fútbol y, cuando saltar en bicicleta se puso de  moda, escapaba para recorrer la ciudad en su bici. A mí me gustaba la “¡lleva!”, el escondido, las bolitas de uñita. Llegaba con las rodillas sucias de polvo a casa y dormía aún con el calor que produce correr por toda la cuadra durante horas. Esos fueron mis principales distractores durante la niñez. Luego, en la pubertad, jugué mucho X-box; Gears of war, sobre todo. Pero no tenía X-box en casa y no estaba hundiendo botones todo el tiempo.

Hoy parece ser que existe un objeto que recoge y materializa todos los juegos de mi niñez con el fin de distraerme: el computador.

Tengo varias historias. Y este es un asunto complejo. Sé que, por ejemplo, entrar en YouTube es una mala idea si estoy tratando de escribir algo para la universidad. En otros casos echo un corto vistazo a Facebook (o bueno, se suponía que iba a ser corto) y termino ojeando fotos, videos o noticias sobre algo que quizá no me importe, acerca de personas que no me interesan y con el agravante de que no me enseñan nada. Hay una cierta propensión en mi cabeza hacia la pantalla. Hacia los colores, los sonidos y las risas de la pantalla. Tengo una teoría: no se necesita mucho para ver un video o escuchar una canción. Vemos casi sin ningún esfuerzo y oímos con un esfuerzo aún más mínimo. No he escuchado en toda mi vida alguien quejándose de que tiene cansado el sentido de la audición, como sí pasa con el sentido de la vista. Es por eso que nos gusta tanto, según creo, ver videos en YouTube: no necesitamos ningún esfuerzo que sea demasiado esfuerzo. Y, esta es otra de mis teorías, los programas, las películas, los cortos animados, los sketches… no están diseñados para que tengas que pensar mucho. Sólo necesitas un mínimo (muy mínimo) de atención para seguir una trama que ya es sencilla y que no te exige casi nada de conocimiento, madurez mental o sentido moral o crítico. Esto es algo que, por supuesto, no puedes hacer con un libro, con un problema de matemáticas o física o química. No puedes simplemente dejarte llevar por tus cortas emociones y sentimientos básicos y vulgares si lees a Cervantes u Homero. No se puede resolver un ejercicio de matemáticas con solo verlo (como sucede con el T.V), hay que poner a funcionar las neuronas, hay que traer recuerdos y resolver acertijos.

Mientras escribo esto pienso en cierto jovenzuelo amigo mío que juega muchísimas horas (he contado, sin mentir, hasta ¡doce! horas de juego) frente a la pantalla del computador. Pienso en cuántos verdaderos procesos de decodificación de datos, resolución de problemas y de asimilación y aprendizaje de información (cualquiera que pueda llegar a ser) tienen lugar en su cabeza. Pienso en si no será que una juventud anclada en un juego on-line no estará atrofiando su capacidad de discernir acerca de lo que está bien o mal, su capacidad de ver el mundo con nuevos ojos, su capacidad (y esto se espera de los más jóvenes) de romper paradigmas, leyes injustas, estupideces de la sociedad en que vivimos o, simplemente, su maldita capacidad de hacer algo diferente de comer en el computador mientras charla con amigos que, igual que él, juegan doce horas seguidas.

¿En qué momento dejamos de ver el mundo en el mundo y comenzamos a verlo a través de una pantalla? La pantalla debería abrir nuevos horizontes, pero parece que solo los cierra, limitando al espectador a permanecer sentado (con el culo bien puesto sobre la silla (nota: así se pierde nuestro deseo innato de ir más allá viajando) y con las nalgas planas) en lugar de ir a sentir la brisa por él mismo. Ya se sabe que no es lo mismo ver el beso que besar, observar los retos que asumirlos, ver un documental sobre las estrellas que salir a observarlas. 

No quiero extenderme más porque, seguramente, alguien puede estar leyendo estas divagaciones en lugar de estar preparando su tarea de mañana. La única conclusión más o menos presentable (al inicio decía “Tengo una queja contra mí mismo”) es la promesa de que no me distraeré en adelante más de lo estrictamente necesario. Y no solo para poder ir a terminar de hacer mi deberes académicos sino para ir a terminar de hacer mi propio mundo.