lunes, 6 de abril de 2020

Una postal desde la cuarentena (2)

“...yo prefiero el término prisión domiciliaria”
Diego, mi amigo


Lunes 6 de abril, 10:05 a.m


Bueno, la foto no es de la mañana.
Pero era que no tenía fotógrafo.
Heme aquí con esta barba larguísima de días y días sin afeitarme, en sudadera, chanclas y camiseta de estar en casa, después de haber cocinado la primera comida del día y con horas y horas por llenar con lectura, televisión, “ejercicio”, cocina, dibujo. Hay un pequeño pasaje de 1984 en que Julia se maquilla. La chica y Winston Smith han estado viéndose a escondidas por un tiempo y en uno de esos encuentros ella trae un poco de maquillaje (sacado de quién sabe dónde) a la secreta habitación en que comparten amoríos. En el pálido mundo de 1984 nada está permitido: la policía del pensamiento vigila todas las actividades del ciudadano y se vive con un permanente temor a ser encarcelado por el más mínimo desvío ideológico. Y, sin embargo, ahí está ella intentando sorprender a Winston con el colorete mal delineado de sus labios y los ojos quizá demasiado cargados de pestañina. Él la mira con extrañeza, pero contento de ver su belleza exaltada por el cosmético. La felicidad tiende a ser comparativa: lo que antes teníamos con lo que ahora tenemos. De ahí eso de “no sabíamos lo felices que éramos”. En mis días de cuarentena, estas jornadas indistinguibles (no sé si es lunes, miércoles o domingo, dado que no hay patrones en mi rutina que me lo indiquen) he comenzado a experimentar cierta añoranza por los cafés, por los cines, por las bibliotecas y las librerías a las que solía ir. Su belleza radica (como la belleza mal maquillada de Julia) en el hecho de no poder tenerlos siempre. 
     
Cómo perdelo todo
Alfaguara, 2019
606 páginas
Creo que no he estado haciendo nada muy distinto al resto del mundo: vivir de mis ahorros, estar despierto hasta tarde, ver películas y cocinar mucho. He aprovechado estas semanas para leer algunos de mis libros atrasados, en especial uno: Cómo perderlo todo, de Ricardo Silva Romero. Hay momentos en que me quedo embrujado por el celular y sus historias, sus memes, sus fotos de comidas y animales, sus diatribas en contra de esto y aquello. La magia de Internet es quedarse horas en frente de una pantallita luminosa, y es notable cómo se nos vino en contra la palabra “viral” que tanto nos ha gustado usar al hablar del contenido que todos vimos. Por la tarde mi novia y yo hacemos ejercicio, de nuevo frente a una pantalla, la del computador, con los tutoriales de una española que tiene rutinas extenuantes. Y por las noches no existe ya el “¿Cómo estuvo tu día?” porque el día de ella soy yo y el día mío es ella; existe la televisión. Ayer, por ejemplo, vimos como tres horas de Alerta aeropuerto. Con todo, mi actividad principal y primordial es leer. Leo al menos cincuenta páginas al día de mi novela, leo pequeños apuntes sobre el virus, leo un cómic que por fortuna presté antes del inicio de la crisis: Los jardines de Edena, de Moebius. De no ser por la ficción la crisis sería imposible de sobrellevar. 
     Por una parte, la ficción es ordenar un conjunto de hechos, reales o imaginados, en una secuencia que resalte ciertos aspectos en función de un fin, el fin de conmover, informar, matizar, divertir o hacer catarsis. Por otra, la ficción es decodificar ese molde en que las acciones se desarrollan escarbando guiños, referencias, giros y momentos de lirismo. Es entrar a hacer parte de las reglas de juego en que los personajes se desenvuelven. A aquello se le llama creación, a esto interpretación. La ficción se encuentra en todas partes: en los libros, el cine, la pintura y, en fin, en todo aquello que narre, que cuente algo. Incluso en la vida más personal la ficción tiene sitio: son ficciones nuestros mitos sobre la creación y sobre la historia de las naciones. Y también la forma en que nos contamos a nosotros mismos, por ejemplo, nuestros fracasos y derrotas, porque asumir los hechos de determinada forma es empezar a jugar con el mecanismo de la ficción. 
     Mi forma favorita de ficción, como ya todos saben, son los libros. Deberían verme leyendo: me emociono como si estuviera viendo un partido de fútbol. Arqueo las cejas, señalo las líneas, insulto como si en esa página muerta (¿o no?) de papel los personajes pudieran oírme y tomo notas compulsivamente.  Cuando leo asumo el compromiso de poner todo de mí en la lectura: mis memorias, mis libros ya leídos, mis ganas de aprender a escribir. Y estos hábitos me han salvado de la nostalgia no solo durante estos días de encierro, sino tantas veces en el pasado. Pero sobre todo en estos días de encierro. Con mi libro en una mano y mi lápiz en otra soy capaz de olvidar por qué estábamos encerrados en primer lugar. Las historias aíslan ese campo semántico tan invasivo de todo que habla de virus, pandemia, escasez, sistema de salud, ineptitud, indiferencia.
      Todos esperamos que la nostalgia sea un mal recuerdo, que la crisis termine con todos cambiados al menos un poco, con las prioridades reorganizadas. También yo, también mis libros.