jueves, 12 de noviembre de 2020

Ser lector en 2020


Debería poder levantarme en la mañana con la memoria restaurada, la mente fresca, los ojos diáfanos, los objetivos claros. Tomaría una taza de café cerrero, me acomodaría en mi pulcro escritorio, donde descansan en completo orden mis libros, secuenciadas en la agenda mis tareas del día, afilados los lápices. La arquitectura de mi estudio me permitiría extenderme en mis largas horas de lectura sin tropiezos, apenas tomando pausas para estirarme, cavilar una idea en profundidad o comer. No habría nada que se interpusiera entre la página escrita y yo, pues el ruido del mundo no me alcanzaría aquí, en la biblioteca personal donde todo ha sido de antemano pensado: la temperatura, el color de las paredes, las alfombras que evitan que un taconeo de zapatos produzca eco. Al final de la tarde daría un pequeño paseo por el prado, donde intentaría poner en orden las ideas, clasificarlas, dominarlas, conectarlas con otras para dar sentido a todo un día de nuevos datos que han recorrido mi mente. De esa forma nada podría olvidar: ni los títulos, ni los autores, ni las ideas más relevantes. Al final, podría irme a dormir con la tranquilidad de haber aprovechado un día más junto a mis libros. 

 

Solo que nada relacionado con los libros, con la lectura, es así. Al menos en mi caso.

 

 

Este año dediqué más tiempo a la lectura que en ningún otro. En parte porque debimos quedarnos en casa, en parte porque estaba (y estoy) en medio de la redacción de la tesis del pregrado. Pero en lugar de crear un método ordenado de lecturas, sistemas de apuntes y de llevar el conteo de qué fue lo que leí, me embarqué en una vorágine de libros leídos a medias, cuadernos de apuntes reordenados a la medida de las circunstancias, papeles dispersos y capítulos enteros que olvidé a la vuelta de la esquina. Creo haber leído de inicio a fin muy pocos libros. El resto fueron vivamente encarados, si bien dejados a la mitad o a pocas páginas del final. Leí además una cantidad nada despreciable de artículos de revistas, reseñas, tesis, trabajos y capítulos de volúmenes sobre los temas de mi investigación (el libro álbum, la educación artística… y el extensivo etcétera de esos puntos suspensivos), de los cuales tengo muchas impresiones, pero la más viva es esta: pocos saben escribir. Si hay una fuente de sufrimiento para el lector no son las ideas complejas en sí mismas, sino la torpe disposición que adquieren bajo la sintaxis de tantos autores mediocres. Cuesta trabajo encontrar trabajos del mundo académico que tengan la cortesía  contar con la presencia del lector, que dispongan sus ideas con respeto por quien quizá no conoce el tema en cuestión y que organicen sus palabras bajo secuencias amenas, sin tontos errores de principiante y sin la estúpida tendencia a la palabreja rebuscada

 

Leí buena parte de un libro valiosísimo: El lector literario, de Pedro Cerrillo. Tuve que leerlo en el computador, claro, porque las bibliotecas estaban cerradas y no lo conseguí en ninguna de las librerías que frecuento, ni siquiera en el FCE, editorial del título. Encontré en él, como en otros textos, la idea de que la formación para la literatura (sobre todo la que se brinda en la escuela) debería fomentar el disfrute de la lectura. Es una idea bastante popular. Mucha de la bibliografía sobre literatura infantil y juvenil tiene este enfoque, que al maestro dice: “No enseñes a leer, enseña el gusto por la lectura”. Es atractivo y coherente con nuestra contemporánea facilidad para encontrar datos, que vuelve obsoleta la lectura enciclopédica heredada por la generación anterior. Y sin embargo no podría decir que se ajusta por completo a la realidad, es decir, al acto de leer como método de aprendizaje, de información, de contraste de los datos y búsqueda de la verdad. Sencillamente hay textos que se padecen. Hay momentos en que el texto no es una planicie gozosa sino una colina escarpada de relectura, notas al margen, idas al diccionario y discusión con otros lectores. No me malentiendan: por supuesto que quiero ver a la gente leyendo por placer, pero deseo también que se sepa que puesto que la senda de todo lector se dirige hacia la independencia de su pensamiento, no puede existir sin traumas. 

 

Como lector tienes que enfrentar el ruido (en su no estrecho espectro), los espacios poco iluminados, el calor, las ganas de hacer otra cosa, las pocas ganas de leer, que no esté el título que necesitas por ninguna parte, los pdf mal escaneados, el olvido, los malos escritores, las malas selecciones de tus maestros de la escuela o de la universidad, el sueño. Hay quienes ven en la escuela la raíz de todo desprecio por la lectura. He encontrado autores que aseguran que la curiosidad del niño basta para que se encuentre a sí mismo como lector y que si no lo hace será por culpa de las trabas, la mala gestión o quién sabe qué otros factores impuestos por la escuela, la familia o cualquier otra institución. Sinceramente, no lo creo. Leer es una actividad compleja que requiere esfuerzo. Un niño no será un lector natural sencillamente porque la lectura no es una actividad natural. La letra escrita es una imposición de la cultura que debe ser aprendida por cada nuevo cerebro cada vez, sin que nada del pasado letrado pueda darle pista alguna. Un lector novato de hoy se enfrenta a las mismas dificultades de un lector novel de hace mil años: la conexión arbitraria entre el sonido y la marca en el papel (o la pantalla, en nuestro caso), las  excepciones a las reglas de la ortografía, los titubeos de la mano inexperta al garabatear las letras. La diferencia radica en que hoy la escritura no es el patrimonio de una élite, ni está rodeada por el misticismo religioso y su enseñanza se inscribe en la posibilidades de interpretación de los textos que van más allá de lo oficial. 

 

Creo que son las posibilidades que tenemos a día de hoy con los libros y la cultura escrita las que han determinado la forma en que leo. Esto y la mente febril que le heredé a vaya uno a saber qué ancestro. Antes de empezar siquiera a leer hay ya un circuito armado que recomienda títulos, que los pone a disposición, que los comenta (en YouTube, por ejemplo, sigo a varios booktubers en inglés y francés (1), que constantemente están incrementando mi lista de libros por leer). Además, están las bibliotecas públicas (una bendición en Medellín, sin parangón con ninguna otra institución de ese tipo en el país, lo digo en serio) que ponen a tu disposición una madreselva de tomos y álbumes, folletos y cómics, poesía y libros para aprender a tocar guitarra. Quizá por ello no soy un lector fiel, y de hecho, soy uno bastante promiscuo. Soy incapaz de dedicar mi atención a un solo libro y a tiempo completo. En lugar de llevar esa inmaculada vida de lector que imaginé al inicio, lo que tengo es un donjuanismo literario de dudosa disciplina. Doy brincos entre temas y nunca leo un solo libro, sino tres y cuatro a la vez. Tomo notas compulsivamente y luego las guardo solo para sorprenderme releyéndolas: “¡¿De verdad yo escribí esto?!”. No dudo en dejar de leer algo que sé que no va para ninguna parte (así me pasó con El psicoanalista, una quimera tonta). Y me entusiasmo con proyectos de estudio que después dejo a la mitad por falta de tiempo, aliento o ganas, o porque no dan plata, todo hay que decirlo.  

 

En este punto de mi vida, 24 años, la lectura es consubstancial a mi cotidianidad, a mi forma de razonar y de emitir opiniones, a mis actividades de esparcimiento, a los sueños que aún tengo la audacia de tener. Si hubo algo rescatable de este año probablemente fueron los libros que leí, que tuve tiempo de leer. El resto no lo agradezco.      
 
1. Acabo de darme cuenta de que no sigo booktubers en español 

 

 

Otros textos sobre la lectura y los libros: 

 

domingo, 8 de noviembre de 2020

Breve historia de una desilusión


¿Alguna vez llegaron a buen puerto por los motivos equivocados? Yo sí. Hace poco más de un año me encontré, de camino al coliseo deportivo de la universidad, con uno de mis profesores de los primeros semestres de la carrera. Nos saludamos y me atreví a comentarle la historia de una de mis lecturas.

 

Yo estaba trabajando en la fiesta del libro, en el pabellón mejor decorado y más atractivo: el Salón de la literatura infantil y juvenil. Cada año apartaba parte de mi sueldo para alguno de los libros que la librería promocionaba y los sacaba con el quince por ciento de descuento, por ser empleado. El año anterior había traído a casa al final de las semanas de trabajo Una historia de la lectura de Alberto Manguel, en una bella edición de Almadía. El libro era una experiencia estética no solo por la reconocida elocuencia de Manguel, también por el esfuerzo de la editorial en hacer del objeto una confluencia de papel grueso y de calidad, ilustraciones legibles y facilidad de manejo de las páginas. Tuve varios intentos de iniciar a leer el libro y tardé en acabarlo dos o tres meses. Saqué de esta lectura no solo la visión de un mundo confeccionado por lectores, además renové mi pasión por los libros al descubrir que, como lector, no estaba solo. Antes me había preocupado de que por culpa de los libros me estuviera alejando del mundo hacia una realidad insular. Pero luego de haber encontrado en Manguel tantas historias de gente como yo, con los mismos retos, manías y preocupaciones, podía seguir avanzando en mis lecturas sin miedo de convertirme en una especie en vías de extinción. Y todo ello había tenido lugar gracias a las clases del profe en aquellos semestres iniciales en que comenzábamos a entender los mecanismos de la lectura y su importancia para el mundo académico y para la vida en general. El profe siempre llevaba a las sesiones ejemplos extraídos de Una historia de la lectura y yo había soñado durante años con leerla, con encontrar la fuente primaria de aquella forma de entender el libro y los textos. 

 

Al terminar el recuento el profe me miró con sorpresa. “¿La leíste toda?”, preguntó. “Claro”, respondí. “Yo nunca la he leído toda”, me dijo. Me despedí de él, rumbo a mi clase de baile, no sin sentir una pequeña traición del pasado. 

 





martes, 3 de noviembre de 2020

Dos textos sobre la pérdida

 Medellín, 21 - 08 - 20

Elegía a Pedro Alonso

Quizá todos compartimos hoy la sensación de ingravidez, de vacío, de pregunta por qué seguirá mañana, sabiendo que el resto de nuestra existencia tendremos que aprender a vivir sin Pedro Alonso, Peyo, padre, hermano, abuelo, tío.

   Ahora que ya no estás, querido abuelo, es un consuelo saber que nadie podrá jamás decir que tiene un mal recuerdo tuyo. Fuiste un hombre sereno, callado aunque gozador, y trabajaste siempre en procura de tu familia y tu descendencia. La vida de mi abuelo expresó siempre esa tranquilidad interior que quiero pensar que tuvo en su última hora. Nunca abandonó Usiacurí y las grandes ciudades le daban alergia. Siempre prefirió la amabilidad de su pueblo, su casa, su hamaca y de su radio. Hemos heredado de él una forma de vivir sin provocar el pleito, sin que nuestras pasiones guíen nuestras decisiones, sin ese afán por acaparar la razón y la palabra que hoy en día causa tantos estragos.

   No quisiera pregonar una forma de acallar el dolor que cada uno siente de la manera más personal. En cada cual la pérdida se expresa en distintos caminos, unidos todos en la partida de Pedro Germán. Pero quiero pedirles que no lo olviden. Si el olvido es la segunda muerte, la más definitiva, extendamos la vida de Pedro Alonso en el recuento de nuestros recuerdos de él. Honremos su vida con las nuestras. Seamos leales a lo que hemos aprendido de su estadía en el mundo. Contemos sus historias.

   El alivio de nuestra pena tendrá que nacer no solo de saber que hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance durante su enfermedad, sino también en encontrar en su memoria una forma de que él siga viviendo.

   Desde Medellín quiero decirles que los amo, en el amor más fraternal, a todos los que se encuentran reunidos y que me duele no poder asistir a la despedida última de mi querido abuelo. Ojalá volvamos a reunirnos con él. 

 

Mis abuelos rodeados sus hijos
en el patio de la casa grande de Usiacurí
 

Barranquilla, 18 - 10 - 20

La huella infinita 


El jueves pasado, justo después de enterarme de la noticia, entré en piloto automático y apenas estoy saliendo de él. Dejé de pensar en mí, en la cotidianidad de mi vida, en la preocupación de haber llegado al final de la carrera, en el mundo exterior a mi familia. Me subí al avión con indiferencia, sin concretar ningún pensamiento en particular, incrédulo de que el dolor no me estuviera doblegando. Llegué a Barranquilla sin una camisa decente, por lo que tuve que hacer una parada rápida en una tienda de ropa antes de dirigirme a la funeraria. La voz interior que guía mis pensamientos enmudeció y en lugar de ideas me gobernaban mis propias órdenes: “Saluda”, “Sé fuerte”, “Mantén la calma”. Fue así como pude encarar el recorrido hacia el cementerio, el llanto de mi madre y de mis tíos y tías, el pesado ataúd que estuvimos obligados a empujar hasta el silencio de una última bóveda. 

 

    No fue la casa de mi abuela lo que me hizo volver de ese tiempo ajeno en que me encontraba. No fue el encontar en mi maleta los guantes para el frío de la clínica, que no tuve tiempo de entregarle. No fue ni siquiera ver por última vez su rostro a través de una ventanita de cristal. Fueron sus recuerdos. Entendí que era cierto que te habías ido no porque no estabas en el patio de la casa, entre las matas del jardín o entre el desorden tuyo de la cocina. Comprendí que me dolía tu partida cuando me di cuenta de que te necesitaba, de que te necesito aún  cuando recorro tus memorias. Llego a tu casa y estás esperándome en la terraza; paso a la sala donde ves televisión; me dirijo al cuarto donde duermes en profundidad; paso por la cocina en que preparas un dulce de caballito y unos rosquetes de yuca molida; salgo al patio donde te encuentro atareada con regar las matas, rayar el coco, tender la ropa. Eres tú quien me recibe en los viajes de mi infancia, quien adorna los vestidos del carnaval, quien se ríe de mis cuentos rebuscados, quien apunta todo porque todo se le olvida. 

 

    Ahora que mi abuela Beatriz no está creo haber encontrado el significado de la palabra omnipresente. Hay quienes están en todas partes porque las llevamos dentro. Mi abuela me sigue a cada sitio. Entreveo su rostro en algún gesto reconocido en mis tías, en mi mamá, en mis primos o en mí; escucho su voz en las palabras que ella usaba y que nosotros repetimos; la encuentro en la particular forma de ver la vida que le heredamos. En estos pocos días he hallado también cierto consuelo en la idea de que Beatriz nos pertenece ahora más que nunca. Su vida es ahora nuestra, interiorizada en el alimento que nos dio, en el afecto que nos brindó y en la huella infinita que imprimió en cada uno de nosotros. 

 

    Con Beatriz estamos juntos en las fotos, en los sueños, en las cartas olvidadas y pronto lo estaremos también en la tierra muda.