lunes, 8 de diciembre de 2014

Sobre el silencio





¿Vivimos en un mundo donde sea posible pensar; alzar la vista, mirar a la nada absortos en las ideas que fluyen en alguna parte de nuestro cerebro? Obviamente no. Para pensar se necesita el silencio, la ausencia de demasiado ruido, la calma.

El silencio, en sentido estricto, no existe. Siempre se está pensando algo. Para el lenguaje, el silencio signifia la muerte. Si desendiéramos más allá del fonema, si intentáramos segmentarlo en una unidad más mínima solo hayaríamos el silencio.

Se ha dicho que algunos vacíos en los que no hay música en ciertas composiciones (silencios) hacen también parte de la música. Una vez escuché (o leí) la historia de que Meira del Mar había olvidado parte de un poema suyo en medio de la recitación. Uno de los asistentes del público la alentó diciendo algo como “no te preocupes, Meira, tu silencio también es poesía” y la multitud estalló en aplausos.

Como el silencio es la muerte, podríamos acercarnos a lo más tranquilo, a lo que más se le parezca. Una noche en medio del campo. Una palaya desierta. Un bosque a medio día. Una biblioteca (aunque también es cierto que cada vez tenemos menos silencio en las bibliotecas).  La media noche de un pueblo. Permanecer algunos segundos bajo el agua. En todos estos lugares el silencio se manifiesta y tiene unas pocas interrupciones, no desagradables: las hojas movidas por la brisa, la bruma de las olas rompiéndo contra la arena o contra sí mismas, el canto de un pájaro, el sonido de vuelta de una página, el ladrido del perro vecino, el sumbido de la sangre en los oídos. 

En cambio, en las ciudades no nunca un jodido minuto de silencio. Vivimos, en Medellín por ejemplo, en casas que están muy juntas unas de las otras. Mientras escribo puedo sin problemas distinguir toda un lista de ruidos: el niño que pasa corriendo (y, como no, gritando), la moto que acelera a la vuelta de la esquina, el eco del vallenato de quién sabe cuál vecino, el murmullo del noticiero de la casa de en frente, el perro que ladra, la sirena que pasa, un motor a lo lejos, un ranchera, voz de mujer, más música, un grito.

Lo anterior es apenas un corto conteo. A todo esto habría que sumarle los pitos de las horas pico, el taladro gigante con el que reparan la calle, los aviones que pasan todo el día por encima de mi casa, que cada vez que un perro ladre todos tengan que hacerlo, los gritos de todos los vendedores que pasan por las aceras, el timbre de mi celular o el típico sonido de un carro en retroceso.

Para cualquier otro estos ruidos no son un problema: bastará, llegado el caso, con subirle el volúmen al televisor o la radio. Sin embargo, ya que soy estudiante, necesito horas de concentración cada vez que diserto sobre un problema (del orden lingüístico, claro. Aunque supongo que lo mismo le pasa a los matemáticos y químicos). Necesito silencio para concentrarme en lo que las novelas, los cuentos y los ensayos tienen para decirme. En cambio, lo que tengo es una plétora bullisiosa.

¿Quién puede pensar así? Nadie. Si no hay un espacio donde las ideas puedan surgir y reproducirse, estas terminarán por desaparecer. En consecuencia, la gente del televisor o la radio no tendrá ideas ni disertaciones auténticas y siempre estarán hablando de lo que no saben, de lo que escucharon muy mal o de lo que el noticiero o un imbécil con micrófono dijo.

sábado, 29 de noviembre de 2014

Yo también odio el tráfico



 Me gusta andar en bicicleta. En Medellín el sueño de que los ciudadanos puedan desplazarse usando la bici es realizable. Hay largas ciclo vías y el sistema de préstamo de estas amigas rodantes es fácil y gratuito. Lo malo son las empinadas calles. Bajar las lomas de la ciudad es divertido. Subirlas no lo es tanto. En cuestión de minutos (serían menos si no tuviera que sortear mi camino a la merced de tantos carros) puedo estar en la universidad, en la Alpujarra o en la Biblioteca Piloto. Me gusta sentir que voy rápido al descender. También me gusta, cosa que no espero que otros compartan, la extenuante tarea de pedalear hacia mi casa, hacia arriba. Siento que vivo. El dolor que mis músculos soportan mi recuerda que sigo siendo joven. Pero hay algo que no me gusta. Es más, algo que odio: el tráfico.

Mi diccionario de escritorio lo define simplemente como el “tránsito de vehículos”. Ya sabemos, pues, que la palabra ha cambiado ligeramente de significado y ahora la definición sería más bien “tránsito lento de vehículos, especialmente en horas pico”. ¿Qué cosas odio del tráfico? Lo que todo el mundo odia, supongo; largas filas de carros que avanzan lento, el humo que los carburadores tiran al aire, el ruido de los motores y los pitos, la apretazón que se sufre en los buses del servicio público. Y las muchas consecuencias de lo anterior: menos espacio para caminar, menos tiempo para el silencio, el aire cada día más contaminado (y que como resultado respirar sea todos los días más difícil) y la terrible sensación que provoca a quienes gusten de hacer caminatas la idea materializada de verse arrinconados en una ciudad que no les pertenece ya más.

 Solo quiero hacer énfasis en un par de cuestiones. No soy ingeniero civil ni planeador urbano. Tampoco sé manejar. Evidentemente, no tengo carro. Pero sí he podido observar ciertas conductas que me parecen relevantes en este tema. La primera es que hay demasiados carros. El carro es el sueño de varios de los millones de colombianos, vida feliz: “casa, carro y beca”. Tener un carro es la base  del statu quo. Sin embargo llenar las ciudades de vehículos es una torpeza. Porque la mayoría no lleva completo el cupo de su carro. Entonces tenemos a una sola persona ocupando muchísimo espacio de la calle, espacio que ocupa todo el armatoste del carro. Puede fijarse, lector, la próxima vez que se encuentre inmerso en un trancón: cuántos conductores están solos en su vehículo. Serán muchos, se lo aseguro.

Otra cosa son las motos. Como era apremiante desplazarse de un lugar a otro. Y como no todos tenían el dinero para comprar un carro la solución llegó en forma de motor con dos ruedas. Y las motos inundaron las avenidas, calles y carreras; por no decir andenes o espacio público (plazas, parques). Las motos, lo que es decir los conductores de las motos, son un problema. No por la moto en sí, más bien por las muchas motos que hay en la ciudad. Y entonces tenemos una ciudad así: ¡Cuidado con la moto! –dice la señora que va en el bus antes de bajarme. Las motos abusan de su facilidad para meterse entre los autos, se montan en los andenes, van en contravía, a toda velocidad, no paran en los semáforos en rojo por ende sufren accidentes en todo momento.

Ahora, la ciudad. Como se necesita más espacio para más carros y motos (y camiones y mulas) los alcaldes entienden que tienen es que hacer calles  más anchas. Doble calzada. Puentes de dos, tres, cuatro pisos. Parqueaderos. Estaciones de servicio. Toda la ciudad puesta al sevicio de unos cuantos. Y volvemos al viejo problema de quien cree que porque paga puede pasar por encima de los derechos de los demás: el dueño del carro. 

¿No hay gente que necesita llevar a los niños a la escuela? ¿No hay quiene deben llegar más rápido al trabajo? ¿No existen quienes quieren pasear, para quienes manejar es todo un placer? Sí, obviamente. No quiero que desaparezcan los autos. Lo que sí pudiera ser reconfortante es un mejor servicio público de transporte (más barato, más ecológico, con más espacio), de modo que los autos no se agolparan en las vías. Sabemos ya que el carro no nos está llevando a los lugares más rápido. Una paradoja de nuestras sociedades, compras algo que te ayudará a ir más rápido pero en realidad vas más lento.