sábado, 6 de abril de 2024

Dos historias sobre la librería Morisaki

 

Imagen tomada del IG de la editorial:
https://www.instagram.com/p/C1t8ICHL1c9/


“Me caso”. Debería haber sido un anuncio importante. Palabras dichas como una extensión de la felicidad. O al menos una confidencia pudorosa. Fueron, por el contrario, dos vocablos dichos a la ligera, sin ninguna preocupación y de un momento para el otro. Takako apenas entendió qué venía acompañado de aquella información: era el novio de hacía un año quien se la donaba. El nudo del estómago apenas le permitió responder: “Bien, me alegro por ustedes”. El tipo acabó la conversación con un: “Oh, gracias. Pero no te preocupes, Takako, tú y yo, siempre podremos vernos” (¡!). Esta corta escena es el móvil de la historia en Mis días en la librería Morisaki y Una velada en la librería Morisaki, su secuela. La obra es el recuento de lo que vino después de la ruptura con Hideaki, el futuro esposo. La posterior renuncia al empleo (el man era compañero trabajo y la prometida era también de la misma compañía), el reencuentro con el viejo tío Satoru, la estancia en la librería, el descubrimiento renovado por los libros, la reparación del amor y la aceptación de la muerte.

La dupla de la librería Morisaki está narrada desde un punto de vista personal. Takako expresa la forma en que entiende aquello que experimenta, explica las razones por las que actúa de una u otra forma y describe el mundo a su alrededor según lo va tanteando. En este sentido, el ritmo de la novela es su mayor virtud. Los eventos se suceden de forma natural, aunque por momentos estén llenos del carisma de la tragedia, el sufrimiento o la alegría. Se trata de una lectura que sosiega el mundo del lector y hace del recuento una parte de la vida cotidiana. Algo que todos podríamos sentir sin diferencias de origen, edad o profesión. Diría que, si uno se encuentra en medio del caos, la cotidiana ausencia de calma, esta es una novela perfecta en apaciguar el ruido exterior. No es descabellado sugerir que el mismo Satoshi Yagisawa, autor de los títulos, pensaba así al momento de su escritura. En un breve video promocional de la editorial Plata afirma: “Espero que puedas sentirte identificado y en sosiego con este libro”.

Buena parte de los volúmenes gira alrededor del mundo del libro. Quizá sea esto lo que produce el eco que tiene en los lectores asiduos. O quizá esa sea la explicación por la que a mí me gustó tanto. En todo caso: Takako se pasa a vivir a la planta alta de la librería Morisaki, regentada por un viejo tío que no veía hacía una década, pero que le guardaba absoluto cariño desde que naciera. Es en ese ambiente literario y de mercadeo donde se reencuentra con los libros y la lectura. Leer termina por ser el vínculo con la reconstrucción del amor; que había quedado tinieblas por la experiencia con el tal Hideaki. Me apasionan los personajes que leen porque me recuerdan que la lectura no es una actividad de almacenamiento informativo. Es decir: no leemos por los recuerdos, las ideas y los conceptos que el papel expresa y nos transmite. Leemos para aprender, sí; pero leemos también para experimentar la lectura. Leer es confrontar los recuerdos, evocar las ideas, poner en funcionamiento ese banco lingüístico, emocional, vital, que todos cargamos dentro. No es que Takako halle la respuesta en los libros, pero los libros agencian ese mejor estado posterior a la ruptura amorosa que la deja inmóvil ante su propia existencia.

Ambas partes de la historia, Mis días en la librería Morisaki y Una velada en la librería Morisaki, son novelas cortas, casi hechas para leer de un tirón y perfectamente disfrutables. En últimas, se trata de una narración acerca del valor de los libros, los lazos familiares y los amigos en la construcción personal de la resiliencia. 

 

Nota final: Así se adquirió el libro

"El sábado pasado, por fin, vi a Lina, mi amiga de la maestría. Hacía dos semanas que no quedaba con ella y lo cierto es que me hacía falta (aun sin saberlo) que habláramos sobre libros y música. Esta vez fuimos a un centro comercial y allá se reunió Nando, amigo de ambos, con nosotros. Dimos un par de vueltas y jugamos en las maquinitas por un par de horas. Lo importante vino cuando entramos a una librería que había allí. Se trata de un pequeño local de dos pisos, con ambiente de librería de volúmenes nuevos, es decir, bien iluminada y colorida: El callejón librería. La muchacha que nos atendió sacó Una velada en la librería Morisaki del estante porque le pedí que me recomendara algo. Lina comentó por instinto que ella tenía la primera parte de aquella historia, por lo que el negocio resultó siendo con ella: compré la segunda parte con la idea de que ella me prestara la primera y yo a Lina la adquirida allí. Salimos los tres de ahí por un café". 




 

viernes, 1 de diciembre de 2023

¿Qué enseña la historia de un idioma?

Comencé a leer Cómo se hizo el español, un libro divulgativo sobre la historia de mi lengua materna. Me he estado preguntando: "¿Y qué se puede extraer de una visión general, desde el inicio y hasta el presente, del español y de cualquier lengua?". Ensayé algunas respuestas. 

 

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La historia de un idioma puede entenderse desde muchas perspectivas. La cronología de una lengua es a su vez la del cambio en su estructura lingüística, en el estilo de vida y las creencias de quienes la hablan, en las dinámicas del poder político y económico y el reordenamiento territorial de los estados, los reinos, los pueblos a quienes la lengua pertenece. 

La historia de una lengua demuestra que ellas no son sistemas unitarios que logramos resumir con un nombre: español, inglés, francés, griego. Son, por el contrario, una amalgama de voces, costumbres, literaturas, préstamos e innovaciones difícil de delimitar. Una lengua son muchas lenguas. En los esquemas de clasificación, sincrónicos o diacrónicos las lenguas aparecen como un punto, un tronco o una rama. Y aunque esta representación funciona en términos didácticos las lenguas son, en realidad, más como un rizoma: brotan, se diversifican y extienden y mueren.

Aunque no lo parezca y aunque no lo sepan, los hablantes de un idioma usan palabras, frases hechas y construcciones sintácticas que vienen de antes: quizá hayan nacido en otras culturas; quizá vengan de muy atrás ya, de un pasado ignoto, o sean introducciones recientes; o tal vez sean el último vestigio de pueblos desaparecidos de cuyo acervo una parte pudo colarse en un idioma todavía vivo. Los idiomas, lo que es decir los hablantes, van incorporando al uso y, con el tiempo, al sistema de la lengua, una multitud de variaciones que los filólogos y los lingüistas apenas tienen tiempo de atestiguar y documentar. Al mismo tiempo, las lenguas van dejando atrás aquello que ya no se usa, no se tiene por prestigioso o que simplemente pasa de moda. 

En últimas, haber leído y sopesado la historia de una lengua (sobre todo si es la materna) amplía la capacidad de entender el cambio: cómo sucede y cómo no sucede; qué podemos esperar de él; cuánto tarda en suceder; quiénes lo propician y bajo qué circunstancias. Digo entender y no predecir porque los destinos de un idioma pertenecen muchas veces al azar, al capricho generacional, al desgaste inherente a los sonidos articulados de la oralidad. Haber leído acerca de la historia de una lengua nos provee de una actitud sosegada respecto del cambio que otros pueden ver como un escándalo y también de una postura realista sobre lo que es aceptable como innovación y lo que es simple esnobismo lingüístico.

No inventamos el idioma, lo heredamos. Y lo heredamos a una edad que la neurolingüística ha resuelto en llamar periodo crítico, más allá del cual no podemos ya aprender bien la gramática y los usos del lenguaje humano. Las palabras que usamos y que vehiculan parte de nuestro pensamiento vienen de muy atrás, han nacido y recorrido otras tierras ajenas a las nuestras. Tener en mente todo aquel pasado equivale a dimensionar la bastedad del idioma que nos fue dado y que seguimos construyendo. 

 

 

 

 

sábado, 26 de junio de 2021

Cine reseña: El olvido que seremos

 


El olvido que seremos
2020

136 min

Fernando Trueba



La razón para no llorar anoche con la película fue que había llorado ya con el libro. Y esta ausencia de llanto ni siquiera era un descubrimiento: ya antes me había pasado, hace años, cuando fui a ver Carta a una sombra (2015). No se trata de que como lector (y ahora como espectador) me haya acostumbrado a la narración de los hechos a fuerza de “saberlos”; es solo que hay reacciones tan espontáneas en la vida que no pueden tener lugar dos veces. Pero, dejando a un lado la emoción, habría que comenzar por comentar que, al contrario de lo que ha sucedido con otras historias concebidas en el entorno literario y luego adaptadas al formato audiovisual, El olvido que seremos no se siente como una repetición cacofónica de un relato, sino como una exploración del nuevo formato, que respeta la historia, sin pretender condimentarla o exagerar en su paso a la pantalla. En esto se diferencia, por ejemplo, de Sin tetas no hay paraíso o Rosario Tijeras

 

En El olvido que seremos encontramos el relato de los años previos al asesinato del profesor Héctor Abad Gómez. La película inicia con el joven Héctor Abad Faciolince en Italia, por la época en que estudiaba literatura y en un blanco y negro que contrasta con la vivacidad de los colores del inmediato flashback a la infancia del escritor. La saturación en la imagen y el tratamiento que se ha dado al color recuerdan un poco a otra película colombiana, Roa (2013), en donde los colores de la capital habían sido resaltados a fin de contrastar con la idea generalizada de una Bogotá lúgubre. La película va mostrando los sucesos más relevantes de la infancia de Héctor hijo y de la familia Abad Faciolince: la visita del doctor Sanders, las vacaciones en la costa, los problemas económicos, la muerte de Marta y el nacimiento de la siguiente generación. Aunque es imposible no tener presente la memoria del libro (pienso en esos otros pasajes que la película no aborda, por ejemplo), no quisiera entrar en la comparación y, de hecho, solo lo menciono para introducir un acierto fundamental de la película: el guión. A pesar de que por momentos suene un poco  impostado en los diálogos de los personajes, hay que celebrar que la película ha sabido interpretar lo que en el libro son anécdotas familiares para transformarlas en  una puesta en escena dinámica de conversaciones, cenas  y reuniones con otros personajes que narran el mundo en que se desarrolla la trama.

 

La película ficcionaliza una verdad histórica que aún pesa sobre Colombia, así tal que no ha podido estrenarse en el país en un momento más crucial para advertir las intersecciones entre realidad y ficción. Ver la película es un reencuentro estético con la noticia diaria de los desaparecidos, la resiliente violencia, la infección ideológica que ha dado permiso a los tantos grupos armados y al Estado mismo a borrar en forma simbólica y física a todo disidente: por ateo, por “comunista” (esa maldita palabreja asusta bobos), por marica, por sapo. Espero no ser desesperanzador cuando digo que asusta ver cómo los ciclos de violencia se convierten en una espiral reciclada de malentendidos y de afanes por “salvar” la “patria” asesinando a quienes en uso de su razón defienden la vida, los derechos, la democracia, la libertad. 

 

Hector Abad Faciolince ha emprendido una labor de memoria nacida de su propio deseo, de su experiencia y dolor, pero creo que en el proceso ha develado un padre que ya no solo le pertenece a él, que ha extendido su palabra a otros que nada tendríamos que ver con él sino fuera por haber leído o, ahora, visto El olvido que seremos. No solo lloré cuando leí su muerte en esos capítulos finales del libro (anoche en la sala del cine hubo no pocas narices escurridas también), se me aguaron los ojos en otro de los pasajes del libro. Yo estaba en la playa a principios de este año, con el corazón roto, sin trabajo y con el porvenir cerrado cuando leí la respuesta a una carta que Héctor hijo le había enviado a Héctor padre: 


“Tu preocupación por la dependencia económica prolongada me recordó mis clases de antropología, en donde he aprendido que mientras más avanzada es una especie animal, más largo es su período de niñez y adolescencia. Y creo que nuestra especie familiar es bastante avanzada en todo sentido. Yo también dependí hasta los 26 años, pero nunca tuve preocupación por ello, para hablarte francamente. Puedes estar seguro de que mientras continúes estudiando y trabajando como tú lo haces, para nosotros tu dependencia no será una carga sino una agradabilísima obligación que asumimos con muchísimo gusto y orgullo”.


No creo que otras palabras me hubieran reconfortado mejor. 




jueves, 12 de noviembre de 2020

Ser lector en 2020


Debería poder levantarme en la mañana con la memoria restaurada, la mente fresca, los ojos diáfanos, los objetivos claros. Tomaría una taza de café cerrero, me acomodaría en mi pulcro escritorio, donde descansan en completo orden mis libros, secuenciadas en la agenda mis tareas del día, afilados los lápices. La arquitectura de mi estudio me permitiría extenderme en mis largas horas de lectura sin tropiezos, apenas tomando pausas para estirarme, cavilar una idea en profundidad o comer. No habría nada que se interpusiera entre la página escrita y yo, pues el ruido del mundo no me alcanzaría aquí, en la biblioteca personal donde todo ha sido de antemano pensado: la temperatura, el color de las paredes, las alfombras que evitan que un taconeo de zapatos produzca eco. Al final de la tarde daría un pequeño paseo por el prado, donde intentaría poner en orden las ideas, clasificarlas, dominarlas, conectarlas con otras para dar sentido a todo un día de nuevos datos que han recorrido mi mente. De esa forma nada podría olvidar: ni los títulos, ni los autores, ni las ideas más relevantes. Al final, podría irme a dormir con la tranquilidad de haber aprovechado un día más junto a mis libros. 

 

Solo que nada relacionado con los libros, con la lectura, es así. Al menos en mi caso.

 

 

Este año dediqué más tiempo a la lectura que en ningún otro. En parte porque debimos quedarnos en casa, en parte porque estaba (y estoy) en medio de la redacción de la tesis del pregrado. Pero en lugar de crear un método ordenado de lecturas, sistemas de apuntes y de llevar el conteo de qué fue lo que leí, me embarqué en una vorágine de libros leídos a medias, cuadernos de apuntes reordenados a la medida de las circunstancias, papeles dispersos y capítulos enteros que olvidé a la vuelta de la esquina. Creo haber leído de inicio a fin muy pocos libros. El resto fueron vivamente encarados, si bien dejados a la mitad o a pocas páginas del final. Leí además una cantidad nada despreciable de artículos de revistas, reseñas, tesis, trabajos y capítulos de volúmenes sobre los temas de mi investigación (el libro álbum, la educación artística… y el extensivo etcétera de esos puntos suspensivos), de los cuales tengo muchas impresiones, pero la más viva es esta: pocos saben escribir. Si hay una fuente de sufrimiento para el lector no son las ideas complejas en sí mismas, sino la torpe disposición que adquieren bajo la sintaxis de tantos autores mediocres. Cuesta trabajo encontrar trabajos del mundo académico que tengan la cortesía  contar con la presencia del lector, que dispongan sus ideas con respeto por quien quizá no conoce el tema en cuestión y que organicen sus palabras bajo secuencias amenas, sin tontos errores de principiante y sin la estúpida tendencia a la palabreja rebuscada

 

Leí buena parte de un libro valiosísimo: El lector literario, de Pedro Cerrillo. Tuve que leerlo en el computador, claro, porque las bibliotecas estaban cerradas y no lo conseguí en ninguna de las librerías que frecuento, ni siquiera en el FCE, editorial del título. Encontré en él, como en otros textos, la idea de que la formación para la literatura (sobre todo la que se brinda en la escuela) debería fomentar el disfrute de la lectura. Es una idea bastante popular. Mucha de la bibliografía sobre literatura infantil y juvenil tiene este enfoque, que al maestro dice: “No enseñes a leer, enseña el gusto por la lectura”. Es atractivo y coherente con nuestra contemporánea facilidad para encontrar datos, que vuelve obsoleta la lectura enciclopédica heredada por la generación anterior. Y sin embargo no podría decir que se ajusta por completo a la realidad, es decir, al acto de leer como método de aprendizaje, de información, de contraste de los datos y búsqueda de la verdad. Sencillamente hay textos que se padecen. Hay momentos en que el texto no es una planicie gozosa sino una colina escarpada de relectura, notas al margen, idas al diccionario y discusión con otros lectores. No me malentiendan: por supuesto que quiero ver a la gente leyendo por placer, pero deseo también que se sepa que puesto que la senda de todo lector se dirige hacia la independencia de su pensamiento, no puede existir sin traumas. 

 

Como lector tienes que enfrentar el ruido (en su no estrecho espectro), los espacios poco iluminados, el calor, las ganas de hacer otra cosa, las pocas ganas de leer, que no esté el título que necesitas por ninguna parte, los pdf mal escaneados, el olvido, los malos escritores, las malas selecciones de tus maestros de la escuela o de la universidad, el sueño. Hay quienes ven en la escuela la raíz de todo desprecio por la lectura. He encontrado autores que aseguran que la curiosidad del niño basta para que se encuentre a sí mismo como lector y que si no lo hace será por culpa de las trabas, la mala gestión o quién sabe qué otros factores impuestos por la escuela, la familia o cualquier otra institución. Sinceramente, no lo creo. Leer es una actividad compleja que requiere esfuerzo. Un niño no será un lector natural sencillamente porque la lectura no es una actividad natural. La letra escrita es una imposición de la cultura que debe ser aprendida por cada nuevo cerebro cada vez, sin que nada del pasado letrado pueda darle pista alguna. Un lector novato de hoy se enfrenta a las mismas dificultades de un lector novel de hace mil años: la conexión arbitraria entre el sonido y la marca en el papel (o la pantalla, en nuestro caso), las  excepciones a las reglas de la ortografía, los titubeos de la mano inexperta al garabatear las letras. La diferencia radica en que hoy la escritura no es el patrimonio de una élite, ni está rodeada por el misticismo religioso y su enseñanza se inscribe en la posibilidades de interpretación de los textos que van más allá de lo oficial. 

 

Creo que son las posibilidades que tenemos a día de hoy con los libros y la cultura escrita las que han determinado la forma en que leo. Esto y la mente febril que le heredé a vaya uno a saber qué ancestro. Antes de empezar siquiera a leer hay ya un circuito armado que recomienda títulos, que los pone a disposición, que los comenta (en YouTube, por ejemplo, sigo a varios booktubers en inglés y francés (1), que constantemente están incrementando mi lista de libros por leer). Además, están las bibliotecas públicas (una bendición en Medellín, sin parangón con ninguna otra institución de ese tipo en el país, lo digo en serio) que ponen a tu disposición una madreselva de tomos y álbumes, folletos y cómics, poesía y libros para aprender a tocar guitarra. Quizá por ello no soy un lector fiel, y de hecho, soy uno bastante promiscuo. Soy incapaz de dedicar mi atención a un solo libro y a tiempo completo. En lugar de llevar esa inmaculada vida de lector que imaginé al inicio, lo que tengo es un donjuanismo literario de dudosa disciplina. Doy brincos entre temas y nunca leo un solo libro, sino tres y cuatro a la vez. Tomo notas compulsivamente y luego las guardo solo para sorprenderme releyéndolas: “¡¿De verdad yo escribí esto?!”. No dudo en dejar de leer algo que sé que no va para ninguna parte (así me pasó con El psicoanalista, una quimera tonta). Y me entusiasmo con proyectos de estudio que después dejo a la mitad por falta de tiempo, aliento o ganas, o porque no dan plata, todo hay que decirlo.  

 

En este punto de mi vida, 24 años, la lectura es consubstancial a mi cotidianidad, a mi forma de razonar y de emitir opiniones, a mis actividades de esparcimiento, a los sueños que aún tengo la audacia de tener. Si hubo algo rescatable de este año probablemente fueron los libros que leí, que tuve tiempo de leer. El resto no lo agradezco.      
 
1. Acabo de darme cuenta de que no sigo booktubers en español 

 

 

Otros textos sobre la lectura y los libros: 

 

domingo, 8 de noviembre de 2020

Breve historia de una desilusión


¿Alguna vez llegaron a buen puerto por los motivos equivocados? Yo sí. Hace poco más de un año me encontré, de camino al coliseo deportivo de la universidad, con uno de mis profesores de los primeros semestres de la carrera. Nos saludamos y me atreví a comentarle la historia de una de mis lecturas.

 

Yo estaba trabajando en la fiesta del libro, en el pabellón mejor decorado y más atractivo: el Salón de la literatura infantil y juvenil. Cada año apartaba parte de mi sueldo para alguno de los libros que la librería promocionaba y los sacaba con el quince por ciento de descuento, por ser empleado. El año anterior había traído a casa al final de las semanas de trabajo Una historia de la lectura de Alberto Manguel, en una bella edición de Almadía. El libro era una experiencia estética no solo por la reconocida elocuencia de Manguel, también por el esfuerzo de la editorial en hacer del objeto una confluencia de papel grueso y de calidad, ilustraciones legibles y facilidad de manejo de las páginas. Tuve varios intentos de iniciar a leer el libro y tardé en acabarlo dos o tres meses. Saqué de esta lectura no solo la visión de un mundo confeccionado por lectores, además renové mi pasión por los libros al descubrir que, como lector, no estaba solo. Antes me había preocupado de que por culpa de los libros me estuviera alejando del mundo hacia una realidad insular. Pero luego de haber encontrado en Manguel tantas historias de gente como yo, con los mismos retos, manías y preocupaciones, podía seguir avanzando en mis lecturas sin miedo de convertirme en una especie en vías de extinción. Y todo ello había tenido lugar gracias a las clases del profe en aquellos semestres iniciales en que comenzábamos a entender los mecanismos de la lectura y su importancia para el mundo académico y para la vida en general. El profe siempre llevaba a las sesiones ejemplos extraídos de Una historia de la lectura y yo había soñado durante años con leerla, con encontrar la fuente primaria de aquella forma de entender el libro y los textos. 

 

Al terminar el recuento el profe me miró con sorpresa. “¿La leíste toda?”, preguntó. “Claro”, respondí. “Yo nunca la he leído toda”, me dijo. Me despedí de él, rumbo a mi clase de baile, no sin sentir una pequeña traición del pasado.