domingo, 8 de noviembre de 2020

Breve historia de una desilusión


¿Alguna vez llegaron a buen puerto por los motivos equivocados? Yo sí. Hace poco más de un año me encontré, de camino al coliseo deportivo de la universidad, con uno de mis profesores de los primeros semestres de la carrera. Nos saludamos y me atreví a comentarle la historia de una de mis lecturas.

 

Yo estaba trabajando en la fiesta del libro, en el pabellón mejor decorado y más atractivo: el Salón de la literatura infantil y juvenil. Cada año apartaba parte de mi sueldo para alguno de los libros que la librería promocionaba y los sacaba con el quince por ciento de descuento, por ser empleado. El año anterior había traído a casa al final de las semanas de trabajo Una historia de la lectura de Alberto Manguel, en una bella edición de Almadía. El libro era una experiencia estética no solo por la reconocida elocuencia de Manguel, también por el esfuerzo de la editorial en hacer del objeto una confluencia de papel grueso y de calidad, ilustraciones legibles y facilidad de manejo de las páginas. Tuve varios intentos de iniciar a leer el libro y tardé en acabarlo dos o tres meses. Saqué de esta lectura no solo la visión de un mundo confeccionado por lectores, además renové mi pasión por los libros al descubrir que, como lector, no estaba solo. Antes me había preocupado de que por culpa de los libros me estuviera alejando del mundo hacia una realidad insular. Pero luego de haber encontrado en Manguel tantas historias de gente como yo, con los mismos retos, manías y preocupaciones, podía seguir avanzando en mis lecturas sin miedo de convertirme en una especie en vías de extinción. Y todo ello había tenido lugar gracias a las clases del profe en aquellos semestres iniciales en que comenzábamos a entender los mecanismos de la lectura y su importancia para el mundo académico y para la vida en general. El profe siempre llevaba a las sesiones ejemplos extraídos de Una historia de la lectura y yo había soñado durante años con leerla, con encontrar la fuente primaria de aquella forma de entender el libro y los textos. 

 

Al terminar el recuento el profe me miró con sorpresa. “¿La leíste toda?”, preguntó. “Claro”, respondí. “Yo nunca la he leído toda”, me dijo. Me despedí de él, rumbo a mi clase de baile, no sin sentir una pequeña traición del pasado. 

 





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