Estaba leyendo El corazón de las tinieblas la primera
vez que fumé marihuana. Fue en el pequeño balcón de la habitación que Héctor y
Fabiola, mis amigos mexicanos, habían arrendado durante su estancia en
Colombia. Habría dicho no a drogarme si me hubiera encontrado en un estado
menos lamentable. Pero era el final de un semestre largo en la Universidad
Javeriana, lejos de casa, de mis amigos y, sobre todo, lejos de mi novia. Yo
estaba recostado, leyendo, en una hamaca colgada al aire libre de Bogotá cuando
Héctor me ofreció mi primer porro. Recuerdo que a Kurtz lo habían hallado ya y
que en su campamento existía una semidiosa negra que se bañaba en el río
mientras sobre ella caía la mirada atónita del narrador. Eran prestados los
pensamientos de un segundo antes relajarme por completo, puesto que habían sido
escritos hacía más de cien años. Luego volví el rostro hacia Héctor que se
reía, seguramente de la cara atónita (“¿Qué está pasando?”) que debía tener yo.
En el siguiente recuerdo estoy sentado en la sala de aquella casa estudiantil,
mientras el eco de sus lejanas voces me llega desde la cocina.
Si leemos mucho. Si la memoria
registra sobre todo los hitos de lo percibido. Y si esa es toda la continuidad
que podemos poseer respecto al pasado que brinda sentido a nuestra vida.
Entonces los libros podrían ser tomados como un mapa hacia el recuerdo de los
días duros, de las merecidas victorias, del desamor y del desconsuelo de la
soledad. Intento recordar la geografía del mío propio, las razones por las que
leía un libro en especial y las de por qué ha quedado relacionado a una parte
de mi vida. Un epíteto literario del olvido, la nostalgia o la alegría de la
navidad.
No he vuelto a ver a Héctor en
persona, pero la edición de El corazón de
las tinieblas de Alianza Editorial ronda en mi biblioteca y de vez en
cuando vuelvo a ella como si fuera un retrato de los días capitalinos. Asimismo
miro mis Aventuras de Robinson Crusoe con
la agradecida tranquilidad de quien me ayudó a olvidar (y a sobrellevar el
olvido) de la novia previamente mencionada. Supongo que todos hemos pasado por
la amarga experiencia del abandono. Cuando la mujer de tu vida te diga que ya
no te quiere igual que antes y que por favor no la esperes al final de su autoproclamada
búsqueda, ve y lee Robinson Crusoe.
La perspectiva de quien en verdad lo ha perdido todo te ayudará a entender la
desolación que ahora sientes. Si bien la novela es un relato de aventuras,
Crusoe reflexiona sobre su propia condición y las razones de su extensa soledad
(¡Nada más que veintiocho años!) y pasa de la desesperada intranquilidad a la
única vía que le da fuerza para vivir aun en una isla desierta de toda
presencia humana: la resignada aceptación de las circunstancias. En el proceso hay
un momento crucial. Robinson tiene por costumbre mirar hacia el horizonte en
busca de la sombra de las velas que nunca llegan. Luego, sin embargo, declara
que una vez dejó de esperar ver aparecer esos barcos en el mar pudo hacerse las
cosas más fáciles y dejar de perseguir algo que ya no vendría.
Un recuerdo menos punzante es el
de los libros como regalo. Sin duda un lector tiene más oportunidades de
formarse cuando alguien le demuestra afecto con los libros. Hace poco Jenny, mi
mejor amiga, me regaló Homo Deus, el
último libro de Yuval Noah, por mi cumpleaños. Cumplí veintidós este año. A los
trece mi tío me había obsequiado El país
de la canela como regalo de navidad. Ya ni siquiera recuerdo de qué va el
libro (he tenido que ir a mi biblioteca para confirmar la fecha en que me fue
entregado: la navidad de 2009), en cambio sí sé que experimenté una gran
felicidad al abrir el paquete que lo contenía: fue de los primeros libros
originales que tuve. Y ahora que lo ojeo de nuevo me percato de que de hecho está
firmado por el autor, solo que no en 2009, sino en 2014, cuando ya era
estudiante universitario.
Por la época de El país de la canela comenzaba a hacerme
lector. La lectura en solitario tiene la desventaja de que parece que quien lee
no está haciendo nada. Está, sencillamente, quieto y pasando los ojos por las
letras de una página. Los procesos cognitivos en funcionamiento durante la
lectura y la interpretación, que se valen de un arsenal extenso de recuerdos y
experiencias, no se notan cuando alguien lee. Sin embargo, leer es una
actividad exigente y, ahora lo creo, esta es la razón por la cual solo un
sector reducido de la sociedad lee con frecuencia y por placer. No había forma
de que supiera esto durante el bachillerato, pero por entonces aprendí a leer.
Es decir, aprendí a ser un lector fluido. Lo que se refiere a que empecé a
hacer uso de mis propias estructuras semánticas sin necesidad de esforzarme en
descifrar la palabra escrita. Para cuando cumplí diecinueve y leí Peter Pan me emocioné tanto con el final
del libro que las lágrimas se me salieron. Peter es un personaje inquietante
por su aspecto, su forma de hablar, el olvido y la desconsideración que tiene
hacia el mundo; pero cuando, al final del relato, llega en busca de Wendy y
esta se ha convertido en adulta su desesperación fue tan palpable que me hizo
llorar. La escena de que hablo juega con la luz, el tiempo y la madurez de los
personajes para mostrar lo que Peter siente como una traición.
Hay libros que me han
obsesionado. La obsesión suele llegarme con regularidad, sobre todo cuando
estoy acabando de leer: esas últimas páginas que me separan del final suelen
las que más rápido termino. Sin embargo, estoy hablando de verdaderas épocas de
la vida que he gastado en persecución de un tema en particular suscitado por un
libro. Con El sueño del celta, de
Mario Vargas Losa, pasó que tardé meses en dejar de buscar información sobre el
Congo. Incluso pensé en comenzar una serie de videos colgados en YouTube
hablando sobre el tema. La novela es el recuento de dos ignominias de la
historia humana: la colonización Belga de África ecuatorial y la explotación
cauchera en Perú y Colombia, que utilizaron mano esclava indígena. Al leerla,
recuerdo, tuve momentos de desespero y asco, puesto que la narración de lo que
solía hacerse en ambas partes del mundo para mantener a los nativos trabajando
sin remuneración ninguna mostraba las desdibujadas fronteras de la maldad
colonial. La novela me llevó a indagar más sobre el tema y compré o encargué a
amigos otros títulos. Así, leí la autobiografía de Henry Morton Stanley, quien
había sido parte de la construcción del ferrocarril que se usó como línea
extractiva en Congo; la investigación de Adam Hochschild, King Leopold’s Ghost; y la
historia del Congo del profesor Isidore Ndaywel. Creo haber olvidado mucho de
lo que investigué en aquella época, pero si alguien quiere hablar sobre el tema
podría escribirme.
Tenemos por costumbre mirar hacia
adelante. La vida de la ciudad casi exige avanzar con constancia, sin importar
si la meta es en verdad clara. Mirar hacia los libros que hemos leído, las notas
que hemos tomado o los diarios que hemos escrito en el proceso podría ser
tomada como una forma de recapitular sobre lo que ya está hecho y, en esa
medida, lo que podremos llegar a hacer. Durante la lectura se dialoga con el
narrador interno del yo y podemos elaborar mejor la culpa, el dolor, la
esperanza y la felicidad.
No hay comentarios:
Publicar un comentario