Fundamentación teórica
En un libro ilustrado las imágenes que acompañan el texto son el resultado de una interpretación, la del artista. Esta interpretación, con vida material en el dibujo, tiene siempre distintos grados de fidelidad respecto a la obra escrita. Esto quiere decir que para el libro ilustrado las ilustraciones podrán ir desde la fiel reproducción o redundancia en lo dicho por el texto, hasta la más libre inclusión de elementos no presentes en él, pero que, al entender del artista, aportan nuevas aproximaciones a la realidad ficcional descrita por la escritura. Cabe aclarar que este grado de fidelidad depende a su vez de las intenciones del producto editorial visto como un todo. En una publicación científica, por ejemplo, las ilustraciones, si su intención es mostrar una realidad concreta, deberán apegarse al guion del texto. Aunque, incluso ahí, esta reproducción varía a causa de las técnicas usadas en la realización del dibujo. Tenemos, entonces, que el criterio para entender los libros ilustrados debe ser el hecho de que la ilustración no aporte, desde el punto de vista de la narración total del texto, ningún elemento independiente de la diégesis expresada en la escritura. La imagen no tiene una relevancia mayor para aquello que el texto narra. Sobre el espectro interpretativo y la libertad del ilustrador frente al texto, Rosero (2019) ha hecho dos clasificaciones: el vasallaje y la clarificación. El vasallaje sucede cuando
la ilustración se hace a partir de textos escritos previamente; es decir, cuando el relato se hace sin un presupuesto visual y, por lo tanto, puede sostenerse sin la imagen. La ilustración allí cumple un papel al inicio decorativo y elemental que está al servicio del texto escrito, haciendo un señalamiento literal (p. 5).
Y la clarificación
en el momento en que la ilustración y el texto se vuelven hipervínculos que logran tender puentes con otros relatos, situaciones históricas, contextos, objetos, conceptos o personajes fuera de la narrativa misma, para construir una idea, dar una opinión o simplemente hacer pensar más allá (p. 8).
El libro álbum se reconoce porque las imágenes ocupan un espacio importante en la superficie de la página; ellas dominan el espacio visual. También se reconoce porque existe un diálogo entre el texto y las ilustraciones, a lo que puede llamarse una interconexión de códigos. Sin embargo, esta interconexión no es suficiente para que podamos considerar a un libro como álbum. (...) Debe prevalecer tal dependencia que los textos no puedan ser entendidos sin las imágenes y viceversa. Es decir, deben someterse a una interdependencia de códigos [negritas del original] (pp. 92-3).
La interdependencia de la que habla Díaz ha tenido diferentes aproximaciones desde lo teórico. Romero (2019) la define como “simbiosis”, que sucede “cuando la sustracción de la imagen o el texto implica el derrumbe de la narración” (p. 11). En el presente trabajo a esta relación se le denominará en adelante sinergia, en concordancia con lo propuesto por Silva-Díaz (2006):
La interacción entre el texto escrito y la imagen ha sido representada a través de metáforas, como por ejemplo, la del collar en el que las ilustraciones serían las perlas y el texto el hilo (...); la de la tela en que los hilos de ambos códigos se entretejen para formar el tejido; la “simbiosis”, un término proveniente de la biología; o las metáforas musicales del contrapunteo, “antifonía” o el “dueto”. Pensamos que el término adecuado para caracterizar la interacción es el de “sinergia” (...), pues señala la producción de dos agentes que en combinación tienen un efecto mayor al que tendrían por separado (p. 25).
el acto de leer (...) debe ser entendido como la culminación de la capacidad que tiene el ser humano de usar signos para comunicarse y de intercambiar información con sus congéneres, en otras palabras, de vivir en comunidad, trascendiendo lo inmediato. Esta aptitud simbólica general a que aludimos es innata en el ser humano y consiste en la capacidad de usar signos, es decir, asociar algo percibido en un momento dado con otra cosa no percibida. Los signos han sido definidos de distinto modo en distintas ciencias, pero todas ellas coinciden en que un signo tiene, al menos, dos partes o caras —como las de las monedas— relacionadas entre sí: una corresponde a aquello que se ve y una segunda a lo que significa (el significado) (Ibáñez et al., 2014, p.25)
Por lo que podemos afirmar que la lectura es una actividad ante todo asociativa. En el caso de los textos escritos, la información recibida a través del sentido de la vista (o del tacto, en el caso del sistema Braille) se relaciona con el sistema lingüístico que el lector tiene interiorizado. En este sistema está incluida toda la información de carácter léxico, gramatical y pragmático con que cuenta el lector por ser hablante de un idioma particular. Una de las características de la escritura alfabética es que el nexo entre las letras y los sonidos de la lengua que representan es totalmente arbitrario, razón por la que la educación para la lectura tarda años, en lugar de apenas meses. Cabe anotar que de niños debemos dominar la modalidad oral de la lengua antes de iniciar el aprendizaje de la modalidad escrita. Y que aquella capacidad simbólica humana puede, a través de la educación formal y la repetición, alcanzar tal grado de eficiencia que los lectores consiguen niveles de fluidez que les permiten leer sin que la asociación entre la información visual y la lingüística sea consciente.
Para explicar las etapas de este proceso cognitivo, Wolf (2008) ha ingeniado el siguiente ejercicio: trate el lector de leer, lo más rápido que pueda, el siguiente párrafo de Proust, en Sobre la lectura:
Puede que no haya habido en nuestra infancia días más perfectos que aquellos (...) que aquellos que pasamos con nuestro libro favorito. Todo aquello que tanto complacía a los demás, o eso parecía, y que descartábamos como un vulgar obstáculo para un placer divino: al amigo que venía a buscarnos para jugar cuando estábamos en el pasaje más interesante; la molesta abeja o el rayo de sol que nos obligaba a levantar los ojos de la página o a cambiar de postura; la merienda que nos habían obligado a llevarnos y que dejábamos intacta a nuestro lado, en el banco, mientras sobre nuestra cabeza el sol iba perdiendo su fuerza en el cielo azul; el obligado regreso a casa para la cena, durante la cual nuestro único pensamiento era subir, sin perder un instante, a terminar el capítulo interrumpido, todas esas cosas con cuya lectura podíamos sentir cualquier cosa menos fastidio, han logrado grabar en nosotros un recuerdo tan dulce (...) que, si por casualidad hojeamos aquellos libros de antaño, no es más que porque son los únicos calendarios que hemos conservado de los días que se fueron y confiamos en ver reflejados en sus páginas las moradas y los estanques que ya no existen.
Luego de la lectura, Wolf (2008) nos pide hacer conciencia del propio proceso, preguntándonos a dónde nos ha llevado y qué recuerdos han evocado las palabras de Proust. Más adelante concluye:
Podemos decir que su sistema de planificación ejecutiva ha dirigido muchísimas actividades a fin de garantizar que comprendieran el contenido y recuperaran todas sus asociaciones personales con el texto. Sus respectivos sistemas gramaticales han tenido que hacer horas extras para evitar trabarse con las desconocidas construcciones sintácticas de Proust, con sus interminables frases plagadas de comas y puntos y coma antes del predicado. Para conseguir todo esto, sin olvidar lo que ya habían leído cincuenta palabras antes, sus sistemas semántico y gramatical han tenido que actuar en estrecha colaboración con su memoria de trabajo. (Piensen en este tipo de memoria como en una especie de «pizarra cognitiva» que almacena temporalmente información para su utilización a corto plazo.) La información gramatical insólitamente ordenada de Proust tenía que ser relacionada con los significados de las palabras una por una y sin perder la pista a las proposiciones y al contexto del pasaje (pp. 25-6).
Si leer se restringiera a este proceso sería ya bastante, pero ocurre que las asociaciones de todo lector exceden lo lingüístico. Los lectores, además, conectan las palabras impresas con su experiencia previa, donde están incluidas sus ideas acerca del acto de leer y la información acerca de los distintos géneros discursivos. Durante la lectura ponemos todo de nosotros para llegar a una interpretación. Y conjugamos lo que sabemos con los objetivos de cada lectura particular a fin de interpretar un texto: se sabe que no es lo mismo leer por entretención, para aprender o para pasar el rato; y que diferentes tipos de texto se presentan en contextos diversos, y exigen del lector distintos grados de atención y tiempo de lectura. Se colige de esto, que
saber leer ya no sólo implica la decodificación de oraciones, sino un esfuerzo por la construcción de significado; todo ello, sobre la base de diversos elementos funcionales y contextuales que son relacionados por medio de la cognición del lector con el texto que está leyendo (Ibáñez et al., 2014, p. 65).
Porque los textos escritos son “la materialización lingüística, en términos gráficos, de una intención o propósito comunicativo, el cual no queda marcado por la extensión ni necesariamente por la organización estructural” (Ibáñez et al., 2014, p. 66).
Lo que hemos dicho hasta ahora apunta al hecho de que, al enfrentarse a un texto, el lector no realiza una aproximación cándida, sino que, por el contrario, aunque sea en forma precaria, construye un marco interpretativo para cada texto. Denominamos estrategia de lectura tanto al uso del conocimiento asociado al proceso lector que tiene que ver con los objetivos de lectura, los contextos y formatos en que los géneros discursivos se expresan, como a las prácticas de comprensión de los textos que implican una reelaboración de la lectura, tales como los resúmenes, esquemas y demás técnicas. En Ibáñez et al. (2014) encontramos que “cuanto más se conozca acerca de estos aspectos, mejor será el resultado del proceso de lectura, por supuesto, siempre y cuando el lector sea capaz de utilizar ese conocimiento de manera eficiente” (p. 62). Los objetivos de lectura están asociados al supuesto de que siempre que un sujeto lee en forma consciente lo hace para satisfacer demandas de tipo informativo, sentimental, estético, entre otros; y que toma decisiones a fin de satisfacer esas demandas, ya sea escogiendo un tipo de texto o formato en particular, o fijándose en aspectos que considera relevantes mientras lee. Estos objetivos son importantes porque determinan la forma en que el lector aborda el texto. Y están relacionados con los géneros discursivos en la medida en que el género delimita qué es lo que el lector puede esperar de su lectura: es evidente que no cabe confiar en que aparezca una disertación ética en una receta de cocina, por ejemplo. Los géneros no solo son formatos de escritura, también son marcos de interpretación:
para que un individuo enfrente un texto con éxito, es necesario que posea y ponga en uso una serie de conocimientos de tipo lingüístico y contextual relacionados con el texto que está leyendo. Esto es posible puesto que las situaciones comunicativas que se generan en la interacción social son relativamente convencionalizadas y estandarizadas. Es decir, las situaciones comunicativas tienden a seguir un patrón que todos los miembros de una determinada comunidad conocemos y respetamos a modo de lograr una interacción efectiva y eficiente (Ibáñez et al, 2014, p. 69).
No hay comentarios:
Publicar un comentario