miércoles, 17 de junio de 2020

Ahora soy un Malpensante

   No sé si esto importe, pero por algún lado debo empezar: tengo la misma edad que la revista El Malpensante, 24. Lo que significa que cuando la conocí desde su fundación habían pasado 14 años, tiempo suficiente como para que fuera ya otra revista distinta a la que salió por primera vez en el 96 y ahora diez años más tarde, cuando por fin soy suscriptor, otra más, resultado de tantos azares y puesta en el contexto de un mundo cada vez más digitalizado. Pocas veces tenemos una visión tan amplia de la vida de una publicación impresa y cultural, al menos en Colombia. Antes ya he dicho adiós a otras revistas: a Bacánika (que desde hace rato solo existe en digital), a El Librero (totalmente extinta) y en forma más reciente a Arcadia, cuya versión impresa no soportó la crisis de la pandemia. Con lo cual puedo decir, desde un punto de vista muy personal, que El Malpensante me esperó. Aguardó a que yo dejara de ser un puberto, a que tuviera formación universitaria y a que pudiera pagar la suscripción anual. (En realidad fue un regalo de cumpleaños, pero ustedes entienden el punto).


     Cuando me llamaron para validar mi suscripción la chica me preguntó: “¿Cómo conoció la revista?” “Como buen hijo de la clase media trabajadora que no se detiene a leer un carajo porque está ocupada sobreviviendo (o fornicando): en la escuela” quise responder. Pero me salió un “... desde el colegio”. Por que hay que ver que en la Barranquilla de hace una década, como en la Barranquilla de hoy, no había forma de enterarse de la existencia de una publicación capitalina, literaria, independiente, con textos de largo aliento y que no estuviera demasiado  condicionada por localismos sosos. Y no supe de la revista en clase de español, sino en el pequeño grupo de escritores parvularios que teníamos junto a una maestra buena onda y que se llamaba El espejo y la máscara. Todavía recuerdo el título del primer cuento que leí en El Malpensante: Maletas. El nombre de su autor he tenido que googlearlo: Ángel Unfried. 

     Si parto de aquella tarde de lectura en voz alta y me extiendo hasta hoy, no podría entender mi formación intelectual sin que la revista tuviera parte en ella. Sobre todo porque durante la adolescencia lo que más anhelaba era aprender a escribir y en últimas convertirme en escritor. Cosas ambas que sigo queriendo y que todavía no soy, pues no vivo de nada de lo que escribo *llora un momento*. El equipo de El Malpensante tiene un ojo editorial crítico y agudo que muy pocas veces deja pasar deslices de cualquier tipo. Leer la revista es una lección de cómo se escribe, tan simple como eso. Sobre todo porque en las universidades sigue sucediendo aquello de lo que Fernando Vallejo se queja en tantas de sus entrevistas: que los profes no enseñan a escribir porque no saben hacerlo. Con lo cual es muchas veces necesario recurrir a la lectura autodidacta con tal de aprender el oficio.

     Tiempo después de aquella tarde en que conocí la revista y luego de enterarme de que en Barranquilla solo la vendían en la librería Nacional, como todavía es así, encontré un tesoro. En el estante más bajo de una biblioteca llena de libros de matemática estaban un par de columnas de tamaño conocido. Al parecer mi tío Germán, que ha vivido en Bogotá desde muy joven, le había referenciado la publicación a otro de mis tíos, Jesús, quien al parecer estuvo suscrito por un par de años a El Malpensante. Debí emocionarme mucho con tal descubrimiento, pues a partir de entonces las visitas a lo de mi tío se hicieron más frecuentes y en cada vuelta a casa traía conmigo uno o dos números escondidos en el morral del colegio. En aquella época el valor de la revista para mí era altísimo, teniendo en cuenta que la librería quedaba en Country y yo vivía en El Silencio (es decir, lejos) y que de todas formas no tenía dinero para comprar una nueva. Yo imaginaba que estaba robando algo de gran valor en beneficio de mi propio deseo (y quizá lo era), pero visto desde una perspectiva adulta, lo más probable fuera que mi tío ya no tenía nada que hacer con esos números viejos y no veía problema en que misteriosamente estuvieran desapareciendo. Yo leía los números viejos como si fueran la noticia más reciente. Y esto es algo bueno de la revista: como sus textos tienen en su mayoría un carácter ensayístico su vigencia expira mucho tiempo después de haber sido escritos. 

    En fin, esta columna es solo una forma de celebrar que, después de haberla comprado en librerías de libros de segunda (o “leídos” como las llaman sus dueños), en promoción de feria o de vez en cuando en la librería de la universidad, la revista ahora me llega a mi casa. ¡Muchas gracias a Germán que me regaló la suscripción! 

    

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