Cuando mis padres se divorciaron, me fui a Medellín.
Antes de ser el mejor estudiante de la promoción, antes de sacarme la beca del gobierno, antes de inaugurar mi nueva residencia en la ciudad con un premio literario local, yo había sido segundo lugar en el concurso de matemáticas del Atlántico. Hacía años que ocupaba aquel puesto. En cada condecoración, en cada cambio de grado, siempre que había que competir con alguien por el primer puesto, Tania Molina me sacaba la delantera. En el concurso departamental de matemáticas me había sobrepasado por dos puntos. La premiación fue pública y los jurados leyeron en regresiva los puestos ganadores. Cuando llegaron al segundo lugar, yo tenía los ojos cerrados y susurraba «…no digas Ulises, no digas Ulises, no digas Ulises…».
- ¡Ulises Peña! ¡Segundo premio!
Maldije. Para empeorar, tenía claro cuáles eran las dos preguntas que había respondido mal, las había repasado en mi mente y encontrado el error. Miré a Tania sonreír junto a su familia. Mi mamá sabía ya qué se gestaba en mi interior al voltear en mi dirección. Ni siquiera intentó consolarme. A partir de entonces, mi determinación fue absoluta: si no podía ser tan inteligente como Tania, al menos sería más estricto conmigo y lucharía por emular los dones que no había heredado. Al año siguiente era yo el que posaba frente a los recién graduados con el cartón del primer puesto del ICFES. Tania estaba feliz por haber ocupado el segundo lugar, una posición que me hizo perderle el respeto. Por entonces esas cosas me importaban. Con el puntaje que había obtenido podía aspirar a una carrera cara en una universidad privada. En realidad, mi prioridad era salir de Barranquilla. Opté por un cupo en la Universidad de Antioquia; estudiaría para ser docente de idiomas y les ahorraría a mis padres la discusión sobre quién iba a quedarse conmigo. Tenía dieciséis años.
Fumar me produce dolor y apenas tengo veintinueve años. Tardé en aceptar que eran los cigarrillos la causa del peso en la espalda alta, de los ahogos en mitad de una oración y de la presión en el pecho. Había comenzado a fumar, beber y drogarme al inicio de la carrera, pero en ese entonces mi cuerpo no hacía eco de ninguna consecuencia más allá de los estados alterados. Ahora trabajo desde casa, apenas salgo y ahogo mi tiempo leyendo y tomando apuntes sobre cualquier tema: la evolución de los mamíferos, el arte de Francisco Antonio Cano, la historia de la lectura, las películas de Celine Song. Tengo una vida bastante inalterada y, de momento, no sufro. Pero mi existencia se ha enmohecido y ya no brilla.
En Barranquilla yo no había salido de juerga, ni conocido peladas, ni me había emborrachado. Mis únicas rutas posibles eran de mi casa a la escuela y de vuelta; urdía los libros hasta los límites de la salud e intentaba no perder el foco de todas las materias del colegio; era completamente ignorante de la música que se oía en la calle, las fiestas, en el carnaval. En Medellín, todos esos años de lento descubrimiento, de engaños a tus padres para salir a rumbear, fumar a escondidas y tomar sin querer que te pillen, me abordaron en apenas un semestre. Conocí a Adriana demasiado pronto. Había crecido en un pueblo cerca de la ciudad; sus padres vivían una relación extraña, entre la conveniencia y el amor, por lo que no se sabía qué tan juntos estaban; era la menor de tres hijos y la única mujer; leía sobre todo ficción; y venía de una clase media venida a menos, como yo. Nos conocimos en clase de pragmática, en el tercer semestre. Me impresionaba el hecho de que la tipa hiciera las mismas preguntas que yo había preparado de antemano para la clase, luego de leer el texto asignado. En mi imaginación, su mente debía funcionar parecido a la mía, pues llegábamos a clase con interrogantes parecidos. Y por eso me gustaba. Le hablé al poco tiempo. Y comenzamos a salir antes de la vacaciones de mitad de año. Yo debía ser una curiosidad de mausoleo. Abstemio, no me gustaba el vallenato, no bailaba, no había probado ninguna droga. Virgen, por lo demás. Adriana vibraba, en cambio, de vitalidad. Su cuerpo era la prueba: ágil, tersa, con los dientes parejos y blanquísimos y los ojos aguzados. Me llevó por los sitios más icónicos del circuito estudiantil de la UdeA y de la Nacional, me enseñó a bailar salsa y bachata, me incluyó en el remolino de su familia, me abrió a su cuerpo y al mío.
«Puedo llevarte al pasado» me suelta Juan Pablo una tarde de diciembre. Juan: único hijo de sus padres, quienes planearon tenerlo durante años, lector de divulgación científica unas pocas veces al año, clase media alta de las afueras de Medellín y arquitecto de profesión, tras de haber empezado dos carreras universitarias bastante diferentes entre ellas. «Lo descubrí hace poco y ya he hecho el viaje twice. Arreglé un par de cosas que creía que me iban a seguir siempre, con la única condición de que mis yos anteriores tienen el compromiso de seguir viajando, tú sabes para evitar la paradoja». Barajo la posibilidad de que he sido amigo de un esquizofrénico desde que llegué a la ciudad. «Esa fue mi reacción también, no creas. El camino es relativamente sencillo… en tu condición quizá un poco más difícil, pero realizable. Te puedes quitar la enfermedad de encima». Me encarnizo. No me gusta que jueguen con ese tema, sobre todo cuando he comenzado a aceptar mi destino. «No te alteres, viejo Uli… confía, marica, que todo puede salir bien».
Adriana estaba en todas partes. En mi foto de perfil, en el recuerdo madrugado de la noche anterior, en el vaho de su cuerpo sobre mi cama, en todas las expresiones de los rostros ajenos. Conocía ya el ritmo de su respiración cuando finalmente se quedaba dormida, los brotes de llanto al intentar decirme algo que conectaba con sus emociones, el olor de su ropa sudada, la manera en que combinaba los yines, las camisetas, los tenis. Nuestros nombres juntos fueron una región a la que nadie nunca entró. «Te conozco» le decía si nos quedábamos en cama en las tardes vacías de domingo, que ella detestaba. «Yo a ti», respondía. En ese pequeño territorio compartido ella era mi frontera y yo la suya. Y siempre íbamos contrarreloj. Las clases de la universidad pasaron a otro subplano cuando aprendí que los semestres podían aprobarse sin necesidad de perseguir la excelencia. Trabajaba aquí y allá y avanzaba sin mérito en la carrera solo para cumplir un único propósito: rumbearme la vida con Adriana.
Juan me envía a mi celular una ubicación al extremo sur de Medellín. Está al inicio de las montañas, aún alejada de las filas de conjuntos residenciales que expanden la ciudad. Cojo el metro, me bajo en La Estrella, luego agarro un bus, un jeep y camino por un trecho rocoso. Encuentro la casa en la que me esperan. Un muchacho de unos veinte años me guía en silencio hacia el filo de una falda montuna. Le pago y me oriento por el ruido del agua. Le doy la razón a Juan durante todo el camino: llegar hasta allá me cuesta varias pausas, cansancio y sudores fríos. Me tiemblan las manos cuando por fin arribo. Juan está esperándome con la sonrisa de un niño listo. Me indica que me quite la ropa y que camine hacia el agua. En una roca lavada por la corriente hay una inscripción: EODEM UNDE DISCESSERIS FLUMEN TE REDUCIT. El agua fría se filtra por las venas de mis músculos. Comienzo a flotar río abajo y Juan se hace de vez en vez más y más pequeño. Quiero mirar hacia atrás y buscar al yo que fui. Algo se quiebra en mi percepción mientras floto. No se trata de una alteración, como la de los hongos, sino una aceleración: no me deslizo sobre el tiempo, sino que lo traspaso mientras me disuelvo en el agua, corro, golpeo y me reagrupo. Un sobresalto me trae de vuelta a la realidad. Parece que no me he movido ni un palmo. En la orilla Juan no está; en cambio, un niño se acerca y me recibe con una toalla. No se me ocurre preguntar por Juan porque la respuesta me atemoriza. De nuevo miro las letras talladas en la roca. El niño advierte mi curiosidad y dice: «Significa que este río te lleva a la ribera de la que partes». Tiene un rostro conocido.
Yo vivía cerca de la universidad en una de las tantas pensiones estudiantiles que han visto madurar generación tras generación de estudiantes advenedizos. En mi habitación tenía una cama, un escritorio y una biblioteca. Mi clóset eran unos tubos metálicos comprados en internet y sostenían dos yines y tres camisas. Mis libros sumaban en plata blanca más que todo el resto de mis cosas. Jamás dejé de comprarlos. Adriana experimentaba cierta ternura por aquella parte de mí: ese nerd innato que había hecho de un concurso de matemáticas sin importancia una forma de vida. El resto del tiempo se nos iba en salir: a caminar, a rumbear, a conocer nuevos sitios, nuevas personas. Adriana había dominado una parte de mí con su fortaleza física: nunca se enfermaba, no tenía resaca, sonreía todo el rato y me estrechaba como si fuera el enfriamiento final del cosmos cuando tirábamos. En realidad, nunca dejé la universidad y, a diferencia de ella, yo sí me gradué. Pero aquellos años juntos dilataron mi estadía en la UdeA con tantas pepas en tantos sitios, rayas, humos, tetas, noches. Adriana tenía permitido besarse con quien quisiera, siempre y cuando solo follara conmigo. También yo podía hacer lo que quisiera, según ella. En el fondo, creo que nunca sintió celos, que era una persona incapacitada para sentirlos y por tanto ciega ante la perspectiva de que podía provocarlos. Tardé años en dejar de decirme que nuestra relación estaba bien porque no era convencional. Una noche tocaron a la puerta tardísimo. Era ella. Estaba eufórica, aunque triste. Se quedó dormida en mi cama, sobre mi regazo. Sentí algo de pudor y acaricié su pelo solo para encontrarme con el pegoste de semen seco de alguien más. Luego me enfermé.
El niño me guía hasta la misma casa de antes. Ahora está pintada con un color distinto. Me dan a vestir con la ropa de alguien del campo: yines, camisa holgada, unos botas gastadas, una gorra. Percibo al mismo tiempo la familiaridad y la extrañeza cuando tomo el metro hacia la Universidad de Antioquia. Todo está intacto, pero es un mundo ajeno, dejado atrás y olvidado. La realidad se corta con el filo de un país dividido. Sé de qué noche se trata porque no hay otro tema en los medios: gana el No en el plebiscito. Me dirijo hasta La Curva, que es donde sé que estoy luego de conocer la noticia. Adriana y yo estamos tristes: sentimos que la posibilidad de un país en paz se nos escapa, de nuevo. Me bajo en la estación Hospital y desciendo un par de cuadras entre el gentío, los vendedores de libros y revistas, los puestecitos de comida frita, los estudiantes, los punketos. Yo siempre me alejo para fumar y reflexionar un poco. Espero, entonces, verme salir del grupo y encender un cigarrillo. El costado izquierdo, justo entre mis costillas, me duele como si dentro la hinchazón fuera a reventar. Me veo salir y me acerco a mí. No llevo pensado decirme todo lo que he hecho para llegar hasta aquí. Lo único que quiero es reencontrarme conmigo y decir las palabras exactas para que la maldición de la enfermedad desaparezca, nunca ocurra, ni me mate. Cuando saco el encendedor del bolsillo de la chaqueta, oigo mi voz: «Lo mejor que puedes hacer es dejar de sorber ese cigarrillo e irte a casa». Quienes te quieren lo entenderán. Sé que estás cansado. Sé que ni tan en el fondo todavía anhelas la gloria y la excelencia, pero créeme: estás lejos de ella. ¿Te acuerdas? No fumes, no bebas, ni te drogues, en esta profesión necesitas todo el cerebro que tienes». Una pausa. Me miro con algo de curiosidad. Busco entre mis bolsillos y me respondo: «Perdón, no tengo moneditas».
Me gradué de la universidad con quince años de más en el cuerpo. Tenía ojeras permanentes, arrugas en las esquinas de los ojos y mi sonrisa se había transformado en una mueca irónica. No solo no me reconocían los demás, sino que yo mismo tenía problemas para descifrarme en el espejo. Tenía un peso permanente en la espalda. Una punzada crispaba mis músculos cada vez que respiraba y mi corazón se llenaba de aire si inhalaba profundo. Yo había tratado mi cuerpo como un parque de diversiones y me había sentido orgulloso de aquella carrera en contra de la mediocridad. Era obvio que acabaría por sufrir algún tipo de consecuencia en mi salud, pero yo seguía viviendo como si fuera inmortal. Vivía así porque no había una buena razón para no hacerlo: yo no quería dinero, ni ser recordado, tampoco creía en Dios ni en el destino. Además, nadie me detenía. En Medellín fui libre por completo. Apenas una vez un tipo pobre, triste y cara de ruego pareció preocuparse por mí en plena calle y citó mal la primera regla de Stephen Vizinczey: “No beberás, ni fumarás, ni te drogarás. Para ser escritor necesitas todo el cerebro que tienes”. Lo recuerdo por eso. Adriana se salió de la universidad y lo último que supe fue que había montado un pequeño hostal en Guatapé, donde comía hongos a sus anchas.
Después de que las consultas médicas se convirtieron en algo habitual, conocí a Sandy. Católica y con pasión por el cuidado de los demás, quizá la razón por la que nos casamos. Nuestro matrimonio duró dos años y por poco me convirtí en papá. Luego de nuestro divorcio seguimos siendo amigos e incluso me invitó a su segundo matrimonio. No asistí, aunque habría querido. La fecha coincidió con una de mis temporadas en el hospital. Hace poco Juan Pablo me dijo que tenía algo que contarme.
