jueves, 11 de diciembre de 2025

Flumen

Cuando mis padres se divorciaron, me fui a Medellín.

Antes de ser el mejor estudiante de la promoción, antes de sacarme la beca del gobierno, antes de inaugurar mi nueva residencia en la ciudad con un premio literario local, yo había sido segundo lugar en el concurso de matemáticas del Atlántico. Hacía años que ocupaba aquel puesto. En cada condecoración, en cada cambio de grado, siempre que había que competir con alguien por el primer puesto, Tania Molina me sacaba la delantera. En el concurso departamental de matemáticas me había sobrepasado por dos puntos. La premiación fue pública y los jurados leyeron en regresiva los puestos ganadores. Cuando llegaron al segundo lugar, yo tenía los ojos cerrados y susurraba «…no digas Ulises, no digas Ulises, no digas Ulises…».

- ¡Ulises Peña! ¡Segundo premio!

Maldije. Para empeorar, tenía claro cuáles eran las dos preguntas que había respondido mal, las había repasado en mi mente y encontrado el error. Miré a Tania sonreír junto a su familia. Mi mamá sabía ya qué se gestaba en mi interior al voltear en mi dirección. Ni siquiera intentó consolarme. A partir de entonces, mi determinación fue absoluta: si no podía ser tan inteligente como Tania, al menos sería más estricto conmigo y lucharía por emular los dones que no había heredado. Al año siguiente era yo el que posaba frente a los recién graduados con el cartón del primer puesto del ICFES. Tania estaba feliz por haber ocupado el segundo lugar, una posición que me hizo perderle el respeto. Por entonces esas cosas me importaban. Con el puntaje que había obtenido podía aspirar a una carrera cara en una universidad privada. En realidad, mi prioridad era salir de Barranquilla. Opté por un cupo en la Universidad de Antioquia; estudiaría para ser docente de idiomas y les ahorraría a mis padres la discusión sobre quién iba a quedarse conmigo. Tenía dieciséis años.  

 

Fumar me produce dolor y apenas tengo veintinueve años. Tardé en aceptar que eran los cigarrillos la causa del peso en la espalda alta, de los ahogos en mitad de una oración y de la presión en el pecho. Había comenzado a fumar, beber y drogarme al inicio de la carrera, pero en ese entonces mi cuerpo no hacía eco de ninguna consecuencia más allá de los estados alterados. Ahora trabajo desde casa, apenas salgo y ahogo mi tiempo leyendo y tomando apuntes sobre cualquier tema: la evolución de los mamíferos, el arte de Francisco Antonio Cano, la historia de la lectura, las películas de Celine Song. Tengo una vida bastante inalterada y, de momento, no sufro. Pero mi existencia se ha enmohecido y ya no brilla.

 

En Barranquilla yo no había salido de juerga, ni conocido peladas, ni me había emborrachado. Mis únicas rutas posibles eran de mi casa a la escuela y de vuelta; urdía los libros hasta los límites de la salud e intentaba no perder el foco de todas las materias del colegio; era completamente ignorante de la música que se oía en la calle, las fiestas, en el carnaval. En Medellín, todos esos años de lento descubrimiento, de engaños a tus padres para salir a rumbear, fumar a escondidas y tomar sin querer que te pillen, me abordaron en apenas un semestre. Conocí a Adriana demasiado pronto. Había crecido en un pueblo cerca de la ciudad; sus padres vivían una relación extraña, entre la conveniencia y el amor, por lo que no se sabía qué tan juntos estaban; era la menor de tres hijos y la única mujer; leía sobre todo ficción; y venía de una clase media venida a menos, como yo. Nos conocimos en clase de pragmática, en el tercer semestre. Me impresionaba el hecho de que la tipa hiciera las mismas preguntas que yo había preparado de antemano para la clase, luego de leer el texto asignado. En mi imaginación, su mente debía funcionar parecido a la mía, pues llegábamos a clase con interrogantes parecidos. Y por eso me gustaba. Le hablé al poco tiempo. Y comenzamos a salir antes de la vacaciones de mitad de año. Yo debía ser una curiosidad de mausoleo. Abstemio, no me gustaba el vallenato, no bailaba, no había probado ninguna droga. Virgen, por lo demás. Adriana vibraba, en cambio, de vitalidad. Su cuerpo era la prueba: ágil, tersa, con los dientes parejos y blanquísimos y los ojos aguzados. Me llevó por los sitios más icónicos del circuito estudiantil de la UdeA y de la Nacional, me enseñó a bailar salsa y bachata, me incluyó en el remolino de su familia, me abrió a su cuerpo y al mío.

 

«Puedo llevarte al pasado» me suelta Juan Pablo una tarde de diciembre. Juan: único hijo de sus padres, quienes planearon tenerlo durante años, lector de divulgación científica unas pocas veces al año, clase media alta de las afueras de Medellín y arquitecto de profesión, tras de haber empezado dos carreras universitarias bastante diferentes entre ellas. «Lo descubrí hace poco y ya he hecho el viaje twice. Arreglé un par de cosas que creía que me iban a seguir siempre, con la única condición de que mis yos anteriores tienen el compromiso de seguir viajando, tú sabes para evitar la paradoja». Barajo la posibilidad de que he sido amigo de un esquizofrénico desde que llegué a la ciudad. «Esa fue mi reacción también, no creas. El camino es relativamente sencillo… en tu condición quizá un poco más difícil, pero realizable. Te puedes quitar la enfermedad de encima». Me encarnizo. No me gusta que jueguen con ese tema, sobre todo cuando he comenzado a aceptar mi destino. «No te alteres, viejo Uli… confía, marica, que todo puede salir bien».

 

Adriana estaba en todas partes. En mi foto de perfil, en el recuerdo madrugado de la noche anterior, en el vaho de su cuerpo sobre mi cama, en todas las expresiones de los rostros ajenos. Conocía ya el ritmo de su respiración cuando finalmente se quedaba dormida, los brotes de llanto al intentar decirme algo que conectaba con sus emociones, el olor de su ropa sudada, la manera en que combinaba los yines, las camisetas, los tenis. Nuestros nombres juntos fueron una región a la que nadie nunca entró. «Te conozco» le decía si nos quedábamos en cama en las tardes vacías de domingo, que ella detestaba. «Yo a ti», respondía. En ese pequeño territorio compartido ella era mi frontera y yo la suya. Y siempre íbamos contrarreloj. Las clases de la universidad pasaron a otro subplano cuando aprendí que los semestres podían aprobarse sin necesidad de perseguir la excelencia. Trabajaba aquí y allá y avanzaba sin mérito en la carrera solo para cumplir un único propósito: rumbearme la vida con Adriana.

 

Juan me envía a mi celular una ubicación al extremo sur de Medellín. Está al inicio de las montañas, aún alejada de las filas de conjuntos residenciales que expanden la ciudad. Cojo el metro, me bajo en La Estrella, luego agarro un bus, un jeep y camino por un trecho rocoso. Encuentro la casa en la que me esperan. Un muchacho de unos veinte años me guía en silencio hacia el filo de una falda montuna. Le pago y me oriento por el ruido del agua. Le doy la razón a Juan durante todo el camino: llegar hasta allá me cuesta varias pausas, cansancio y sudores fríos. Me tiemblan las manos cuando por fin arribo. Juan está esperándome con la sonrisa de un niño listo. Me indica que me quite la ropa y que camine hacia el agua. En una roca lavada por la corriente hay una inscripción: EODEM UNDE DISCESSERIS FLUMEN TE REDUCIT. El agua fría se filtra por las venas de mis músculos. Comienzo a flotar río abajo y Juan se hace de vez en vez más y más pequeño. Quiero mirar hacia atrás y buscar al yo que fui. Algo se quiebra en mi percepción mientras floto. No se trata de una alteración, como la de los hongos, sino una aceleración: no me deslizo sobre el tiempo, sino que lo traspaso mientras me disuelvo en el agua, corro, golpeo y me reagrupo. Un sobresalto me trae de vuelta a la realidad. Parece que no me he movido ni un palmo. En la orilla Juan no está; en cambio, un niño se acerca y me recibe con una toalla. No se me ocurre preguntar por Juan porque la respuesta me atemoriza. De nuevo miro las letras talladas en la roca. El niño advierte mi curiosidad y dice: «Significa que este río te lleva a la ribera de la que partes». Tiene un rostro conocido.

 

Yo vivía cerca de la universidad en una de las tantas pensiones estudiantiles que han visto madurar generación tras generación de estudiantes advenedizos. En mi habitación tenía una cama, un escritorio y una biblioteca. Mi clóset eran unos tubos metálicos comprados en internet y sostenían dos yines y tres camisas. Mis libros sumaban en plata blanca más que todo el resto de mis cosas. Jamás dejé de comprarlos. Adriana experimentaba cierta ternura por aquella parte de mí: ese nerd innato que había hecho de un concurso de matemáticas sin importancia una forma de vida. El resto del tiempo se nos iba en salir: a caminar, a rumbear, a conocer nuevos sitios, nuevas personas. Adriana había dominado una parte de mí con su fortaleza física: nunca se enfermaba, no tenía resaca, sonreía todo el rato y me estrechaba como si fuera el enfriamiento final del cosmos cuando tirábamos. En realidad, nunca dejé la universidad y, a diferencia de ella, yo sí me gradué. Pero aquellos años juntos dilataron mi estadía en la UdeA con tantas pepas en tantos sitios, rayas, humos, tetas, noches. Adriana tenía permitido besarse con quien quisiera, siempre y cuando solo follara conmigo. También yo podía hacer lo que quisiera, según ella. En el fondo, creo que nunca sintió celos, que era una persona incapacitada para sentirlos y por tanto ciega ante la perspectiva de que podía provocarlos. Tardé años en dejar de decirme que nuestra relación estaba bien porque no era convencional. Una noche tocaron a la puerta tardísimo. Era ella. Estaba eufórica, aunque triste. Se quedó dormida en mi cama, sobre mi regazo. Sentí algo de pudor y acaricié su pelo solo para encontrarme con el pegoste de semen seco de alguien más. Luego me enfermé.

  

El niño me guía hasta la misma casa de antes. Ahora está pintada con un color distinto. Me dan a vestir con la ropa de alguien del campo: yines, camisa holgada, unos botas gastadas, una gorra. Percibo al mismo tiempo la familiaridad y la extrañeza cuando tomo el metro hacia la Universidad de Antioquia. Todo está intacto, pero es un mundo ajeno, dejado atrás y olvidado. La realidad se corta con el filo de un país dividido. Sé de qué noche se trata porque no hay otro tema en los medios: gana el No en el plebiscito. Me dirijo hasta La Curva, que es donde sé que estoy luego de conocer la noticia. Adriana y yo estamos tristes: sentimos que la posibilidad de un país en paz se nos escapa, de nuevo. Me bajo en la estación Hospital y desciendo un par de cuadras entre el gentío, los vendedores de libros y revistas, los puestecitos de comida frita, los estudiantes, los punketos. Yo siempre me alejo para fumar y reflexionar un poco. Espero, entonces, verme salir del grupo y encender un cigarrillo. El costado izquierdo, justo entre mis costillas, me duele como si dentro la hinchazón fuera a reventar. Me veo salir y me acerco a mí. No llevo pensado decirme todo lo que he hecho para llegar hasta aquí. Lo único que quiero es reencontrarme conmigo y decir las palabras exactas para que la maldición de la enfermedad desaparezca, nunca ocurra, ni me mate. Cuando saco el encendedor del bolsillo de la chaqueta, oigo mi voz: «Lo mejor que puedes hacer es dejar de sorber ese cigarrillo e irte a casa». Quienes te quieren lo entenderán. Sé que estás cansado. Sé que ni tan en el fondo todavía anhelas la gloria y la excelencia, pero créeme: estás lejos de ella. ¿Te acuerdas? No fumes, no bebas, ni te drogues, en esta profesión necesitas todo el cerebro que tienes». Una pausa. Me miro con algo de curiosidad. Busco entre mis bolsillos y me respondo: «Perdón, no tengo moneditas».

 

Me gradué de la universidad con quince años de más en el cuerpo. Tenía ojeras permanentes, arrugas en las esquinas de los ojos y mi sonrisa se había transformado en una mueca irónica. No solo no me reconocían los demás, sino que yo mismo tenía problemas para descifrarme en el espejo. Tenía un peso permanente en la espalda. Una punzada crispaba mis músculos cada vez que respiraba y mi corazón se llenaba de aire si inhalaba profundo. Yo había tratado mi cuerpo como un parque de diversiones y me había sentido orgulloso de aquella carrera en contra de la mediocridad. Era obvio que acabaría por sufrir algún tipo de consecuencia en mi salud, pero yo seguía viviendo como si fuera inmortal. Vivía así porque no había una buena razón para no hacerlo: yo no quería dinero, ni ser recordado, tampoco creía en Dios ni en el destino. Además, nadie me detenía. En Medellín fui libre por completo. Apenas una vez un tipo pobre, triste y cara de ruego pareció preocuparse por mí en plena calle y citó mal la primera regla de Stephen Vizinczey: “No beberás, ni fumarás, ni te drogarás. Para ser escritor necesitas todo el cerebro que tienes”. Lo recuerdo por eso. Adriana se salió de la universidad y lo último que supe fue que había montado un pequeño hostal en Guatapé, donde comía hongos a sus anchas.

Después de que las consultas médicas se convirtieron en algo habitual, conocí a Sandy. Católica y con pasión por el cuidado de los demás, quizá la razón por la que nos casamos. Nuestro matrimonio duró dos años y por poco me convirtí en papá. Luego de nuestro divorcio seguimos siendo amigos e incluso me invitó a su segundo matrimonio. No asistí, aunque habría querido. La fecha coincidió con una de mis temporadas en el hospital. Hace poco Juan Pablo me dijo que tenía algo que contarme.

lunes, 26 de mayo de 2025

Comentarios sobre El sueño del celta


La muerte de Mario Vargas Llosa me agarró releyendo El sueño del celta. Yo estaba en el aeropuerto de Cartagena, a punto de volar hacia Medellín, durante mis vacaciones de este año. Fue una noticia sorpresiva. “La muerte de Vargas Llosa delimita el inicio de un cambio de era”, pensé exaltado.

El sueño del Celta es la novela histórica y biográfica de Roger Casement: patriota irlandés, defensor de los derechos humanos, viajero de aventuras, homosexual. Casement vivió en África durante la primera etapa en la colonización del Congo y denunció los abusos cometidos por un régimen que se publicitaba en Europa como el adalid del progreso en suelo africano. La experiencia se repitió en las caucheras del Putumayo, en la frontera entre Perú y Colombia, donde la Casa Arana impuso un régimen de esclavitud a la población indígena que fue denunciado por una comisión británica de la que Roger Casement tomó parte. El libro narra la historia de una vida plena de grandes proyectos, los altibajos constantes de un personaje convencido de ciertos ideales emancipadores y con una imagen manchada por la campaña publicitaria que giró en torno a su orientación sexual, en una sociedad donde ser homosexual no solo era un horror sino también un delito.

Es la segunda vez que leo la novela, como dije. Hace muchos años me entusiasmé con la idea de hacer un podcast sobre el Congo belga y el régimen de Leopoldo II, pero nunca terminé de cuajar el proyecto. Sucede que la historia tiene demasiadas aristas, y hay un número muy exigente de temas asociados y nuevas perspectivas en cada capítulo y cada sección. Bien pudiéramos hablar sobre el Congo, el Putumayo, la persecución por orientación sexual, el colonialismo, la Gran Guerra, Europa y el resto del mundo.  En aquella época hice incluso una selección de libros relacionados con El sueño del celta: El corazón de las tinieblas, Joseph Conrad; King Leopold’s Ghost, Adam Hochschild; Autobiografía, Henry Morton Stanley; La vorágine, José Eustasio Rivera. El sueño del celta es una novela en la que todo el tiempo están sucediendo cosas, la vida de Roger Casement no parece haber tenido largos periodos de paz y en cambio haber sido una existencia vibrante.

Para cerrar no quisiera hablar de defectos del libro, sino de los retos que puede tener para el lector. Puesto que es un libro histórico y biográfico, la narración está llena de nombres y de fechas, que obligan a tener la memoria activa y cierta regularidad en la lectura. El riesgo de tardar una o dos semanas en volver al texto es el de olvidar quién es quién y en qué fechas exactas está sucediendo la acción.

sábado, 6 de abril de 2024

Dos historias sobre la librería Morisaki

 

Imagen tomada del IG de la editorial:
https://www.instagram.com/p/C1t8ICHL1c9/


“Me caso”. Debería haber sido un anuncio importante. Palabras dichas como una extensión de la felicidad. O al menos una confidencia pudorosa. Fueron, por el contrario, dos vocablos dichos a la ligera, sin ninguna preocupación y de un momento para el otro. Takako apenas entendió qué venía acompañado de aquella información: era el novio de hacía un año quien se la donaba. El nudo del estómago apenas le permitió responder: “Bien, me alegro por ustedes”. El tipo acabó la conversación con un: “Oh, gracias. Pero no te preocupes, Takako, tú y yo, siempre podremos vernos” (¡!). Esta corta escena es el móvil de la historia en Mis días en la librería Morisaki y Una velada en la librería Morisaki, su secuela. La obra es el recuento de lo que vino después de la ruptura con Hideaki, el futuro esposo. La posterior renuncia al empleo (el man era compañero trabajo y la prometida era también de la misma compañía), el reencuentro con el viejo tío Satoru, la estancia en la librería, el descubrimiento renovado por los libros, la reparación del amor y la aceptación de la muerte.

La dupla de la librería Morisaki está narrada desde un punto de vista personal. Takako expresa la forma en que entiende aquello que experimenta, explica las razones por las que actúa de una u otra forma y describe el mundo a su alrededor según lo va tanteando. En este sentido, el ritmo de la novela es su mayor virtud. Los eventos se suceden de forma natural, aunque por momentos estén llenos del carisma de la tragedia, el sufrimiento o la alegría. Se trata de una lectura que sosiega el mundo del lector y hace del recuento una parte de la vida cotidiana. Algo que todos podríamos sentir sin diferencias de origen, edad o profesión. Diría que, si uno se encuentra en medio del caos, la cotidiana ausencia de calma, esta es una novela perfecta en apaciguar el ruido exterior. No es descabellado sugerir que el mismo Satoshi Yagisawa, autor de los títulos, pensaba así al momento de su escritura. En un breve video promocional de la editorial Plata afirma: “Espero que puedas sentirte identificado y en sosiego con este libro”.

Buena parte de los volúmenes gira alrededor del mundo del libro. Quizá sea esto lo que produce el eco que tiene en los lectores asiduos. O quizá esa sea la explicación por la que a mí me gustó tanto. En todo caso: Takako se pasa a vivir a la planta alta de la librería Morisaki, regentada por un viejo tío que no veía hacía una década, pero que le guardaba absoluto cariño desde que naciera. Es en ese ambiente literario y de mercadeo donde se reencuentra con los libros y la lectura. Leer termina por ser el vínculo con la reconstrucción del amor; que había quedado tinieblas por la experiencia con el tal Hideaki. Me apasionan los personajes que leen porque me recuerdan que la lectura no es una actividad de almacenamiento informativo. Es decir: no leemos por los recuerdos, las ideas y los conceptos que el papel expresa y nos transmite. Leemos para aprender, sí; pero leemos también para experimentar la lectura. Leer es confrontar los recuerdos, evocar las ideas, poner en funcionamiento ese banco lingüístico, emocional, vital, que todos cargamos dentro. No es que Takako halle la respuesta en los libros, pero los libros agencian ese mejor estado posterior a la ruptura amorosa que la deja inmóvil ante su propia existencia.

Ambas partes de la historia, Mis días en la librería Morisaki y Una velada en la librería Morisaki, son novelas cortas, casi hechas para leer de un tirón y perfectamente disfrutables. En últimas, se trata de una narración acerca del valor de los libros, los lazos familiares y los amigos en la construcción personal de la resiliencia. 

 

Nota final: Así se adquirió el libro

"El sábado pasado, por fin, vi a Lina, mi amiga de la maestría. Hacía dos semanas que no quedaba con ella y lo cierto es que me hacía falta (aun sin saberlo) que habláramos sobre libros y música. Esta vez fuimos a un centro comercial y allá se reunió Nando, amigo de ambos, con nosotros. Dimos un par de vueltas y jugamos en las maquinitas por un par de horas. Lo importante vino cuando entramos a una librería que había allí. Se trata de un pequeño local de dos pisos, con ambiente de librería de volúmenes nuevos, es decir, bien iluminada y colorida: El callejón librería. La muchacha que nos atendió sacó Una velada en la librería Morisaki del estante porque le pedí que me recomendara algo. Lina comentó por instinto que ella tenía la primera parte de aquella historia, por lo que el negocio resultó siendo con ella: compré la segunda parte con la idea de que ella me prestara la primera y yo a Lina la adquirida allí. Salimos los tres de ahí por un café". 




 

viernes, 1 de diciembre de 2023

¿Qué enseña la historia de un idioma?

Comencé a leer Cómo se hizo el español, un libro divulgativo sobre la historia de mi lengua materna. Me he estado preguntando: "¿Y qué se puede extraer de una visión general, desde el inicio y hasta el presente, del español y de cualquier lengua?". Ensayé algunas respuestas. 

 

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La historia de un idioma puede entenderse desde muchas perspectivas. La cronología de una lengua es a su vez la del cambio en su estructura lingüística, en el estilo de vida y las creencias de quienes la hablan, en las dinámicas del poder político y económico y el reordenamiento territorial de los estados, los reinos, los pueblos a quienes la lengua pertenece. 

La historia de una lengua demuestra que ellas no son sistemas unitarios que logramos resumir con un nombre: español, inglés, francés, griego. Son, por el contrario, una amalgama de voces, costumbres, literaturas, préstamos e innovaciones difícil de delimitar. Una lengua son muchas lenguas. En los esquemas de clasificación, sincrónicos o diacrónicos las lenguas aparecen como un punto, un tronco o una rama. Y aunque esta representación funciona en términos didácticos las lenguas son, en realidad, más como un rizoma: brotan, se diversifican y extienden y mueren.

Aunque no lo parezca y aunque no lo sepan, los hablantes de un idioma usan palabras, frases hechas y construcciones sintácticas que vienen de antes: quizá hayan nacido en otras culturas; quizá vengan de muy atrás ya, de un pasado ignoto, o sean introducciones recientes; o tal vez sean el último vestigio de pueblos desaparecidos de cuyo acervo una parte pudo colarse en un idioma todavía vivo. Los idiomas, lo que es decir los hablantes, van incorporando al uso y, con el tiempo, al sistema de la lengua, una multitud de variaciones que los filólogos y los lingüistas apenas tienen tiempo de atestiguar y documentar. Al mismo tiempo, las lenguas van dejando atrás aquello que ya no se usa, no se tiene por prestigioso o que simplemente pasa de moda. 

En últimas, haber leído y sopesado la historia de una lengua (sobre todo si es la materna) amplía la capacidad de entender el cambio: cómo sucede y cómo no sucede; qué podemos esperar de él; cuánto tarda en suceder; quiénes lo propician y bajo qué circunstancias. Digo entender y no predecir porque los destinos de un idioma pertenecen muchas veces al azar, al capricho generacional, al desgaste inherente a los sonidos articulados de la oralidad. Haber leído acerca de la historia de una lengua nos provee de una actitud sosegada respecto del cambio que otros pueden ver como un escándalo y también de una postura realista sobre lo que es aceptable como innovación y lo que es simple esnobismo lingüístico.

No inventamos el idioma, lo heredamos. Y lo heredamos a una edad que la neurolingüística ha resuelto en llamar periodo crítico, más allá del cual no podemos ya aprender bien la gramática y los usos del lenguaje humano. Las palabras que usamos y que vehiculan parte de nuestro pensamiento vienen de muy atrás, han nacido y recorrido otras tierras ajenas a las nuestras. Tener en mente todo aquel pasado equivale a dimensionar la bastedad del idioma que nos fue dado y que seguimos construyendo. 

 

 

 

 

sábado, 26 de junio de 2021

Cine reseña: El olvido que seremos

 


El olvido que seremos
2020

136 min

Fernando Trueba



La razón para no llorar anoche con la película fue que había llorado ya con el libro. Y esta ausencia de llanto ni siquiera era un descubrimiento: ya antes me había pasado, hace años, cuando fui a ver Carta a una sombra (2015). No se trata de que como lector (y ahora como espectador) me haya acostumbrado a la narración de los hechos a fuerza de “saberlos”; es solo que hay reacciones tan espontáneas en la vida que no pueden tener lugar dos veces. Pero, dejando a un lado la emoción, habría que comenzar por comentar que, al contrario de lo que ha sucedido con otras historias concebidas en el entorno literario y luego adaptadas al formato audiovisual, El olvido que seremos no se siente como una repetición cacofónica de un relato, sino como una exploración del nuevo formato, que respeta la historia, sin pretender condimentarla o exagerar en su paso a la pantalla. En esto se diferencia, por ejemplo, de Sin tetas no hay paraíso o Rosario Tijeras

 

En El olvido que seremos encontramos el relato de los años previos al asesinato del profesor Héctor Abad Gómez. La película inicia con el joven Héctor Abad Faciolince en Italia, por la época en que estudiaba literatura y en un blanco y negro que contrasta con la vivacidad de los colores del inmediato flashback a la infancia del escritor. La saturación en la imagen y el tratamiento que se ha dado al color recuerdan un poco a otra película colombiana, Roa (2013), en donde los colores de la capital habían sido resaltados a fin de contrastar con la idea generalizada de una Bogotá lúgubre. La película va mostrando los sucesos más relevantes de la infancia de Héctor hijo y de la familia Abad Faciolince: la visita del doctor Sanders, las vacaciones en la costa, los problemas económicos, la muerte de Marta y el nacimiento de la siguiente generación. Aunque es imposible no tener presente la memoria del libro (pienso en esos otros pasajes que la película no aborda, por ejemplo), no quisiera entrar en la comparación y, de hecho, solo lo menciono para introducir un acierto fundamental de la película: el guión. A pesar de que por momentos suene un poco  impostado en los diálogos de los personajes, hay que celebrar que la película ha sabido interpretar lo que en el libro son anécdotas familiares para transformarlas en  una puesta en escena dinámica de conversaciones, cenas  y reuniones con otros personajes que narran el mundo en que se desarrolla la trama.

 

La película ficcionaliza una verdad histórica que aún pesa sobre Colombia, así tal que no ha podido estrenarse en el país en un momento más crucial para advertir las intersecciones entre realidad y ficción. Ver la película es un reencuentro estético con la noticia diaria de los desaparecidos, la resiliente violencia, la infección ideológica que ha dado permiso a los tantos grupos armados y al Estado mismo a borrar en forma simbólica y física a todo disidente: por ateo, por “comunista” (esa maldita palabreja asusta bobos), por marica, por sapo. Espero no ser desesperanzador cuando digo que asusta ver cómo los ciclos de violencia se convierten en una espiral reciclada de malentendidos y de afanes por “salvar” la “patria” asesinando a quienes en uso de su razón defienden la vida, los derechos, la democracia, la libertad. 

 

Hector Abad Faciolince ha emprendido una labor de memoria nacida de su propio deseo, de su experiencia y dolor, pero creo que en el proceso ha develado un padre que ya no solo le pertenece a él, que ha extendido su palabra a otros que nada tendríamos que ver con él sino fuera por haber leído o, ahora, visto El olvido que seremos. No solo lloré cuando leí su muerte en esos capítulos finales del libro (anoche en la sala del cine hubo no pocas narices escurridas también), se me aguaron los ojos en otro de los pasajes del libro. Yo estaba en la playa a principios de este año, con el corazón roto, sin trabajo y con el porvenir cerrado cuando leí la respuesta a una carta que Héctor hijo le había enviado a Héctor padre: 


“Tu preocupación por la dependencia económica prolongada me recordó mis clases de antropología, en donde he aprendido que mientras más avanzada es una especie animal, más largo es su período de niñez y adolescencia. Y creo que nuestra especie familiar es bastante avanzada en todo sentido. Yo también dependí hasta los 26 años, pero nunca tuve preocupación por ello, para hablarte francamente. Puedes estar seguro de que mientras continúes estudiando y trabajando como tú lo haces, para nosotros tu dependencia no será una carga sino una agradabilísima obligación que asumimos con muchísimo gusto y orgullo”.


No creo que otras palabras me hubieran reconfortado mejor.