Hay un texto que circula en internet llamado Los derechos del lector. Y el primer
derecho es “a no leer”. Los lectores tienen derecho no solo a no iniciar nuevas
lecturas sino también a abandonarlas cuando estas no les resultan lo suficiente
satisfactorias, entretenidas o amenas. Hoy quiero hablar del caso contrario.
Quiero hablar de cuando uno inicia una nueva lectura.
Comenzar a leer es entrar en el sueño, en la
ficción, en el pensamiento, en el pasado. He comenzado lecturas de nuevo sin
decidirme a sobrepasar determinado capítulo. El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa, por ejemplo, fue una
novela que inicié infructuosamente a leer en al menos cinco ocasiones. Me
parecía que no tenía suficiente impulso para ir más allá de los primeros años
de Roger Casement, protagonista de la trama. Después decidí avanzar, haciendo caso
omiso a la pereza y el desgano. Otra novela leída y vuelta a releer desde el
inicio, sin mucho progreso, fue El amor
en los tiempos del cólera. No pasaba, por alguna razón, de más allá de la
muerte del doctor Juvenal Urbino. Pareciera que hay momentos en los que no nos
atrevemos a seguir leyendo o en los cuales no se llega rápido al nudo y la
lectura se torna obligada, pesada.
Empezar a leer es como internarse en una cueva
con una lámpara de mano. Todo está entre tinieblas al inicio: se nos habla de
ciertas personas y circunstancias de las que apenas teníamos conocimiento. Todo
lo que dicen y hacen es extraño o vacío, sin mucho sentido. Poco a poco, en la
medida en que los párrafos se suceden los unos a los otros, todo aquello se va
volviendo cercano, hasta llegar a ser entrañable.
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