Pero su
alma estaba loca. Al encontrarse sola en la selva había mirado dentro de sí
misma y, ¡santo cielo!, os lo aseguro, se había vuelto loca.
El corazón de las tinieblas
No fue una guerra. No fue
una invasión. Nadie quería echar raíces allí. Y nadie huía irremediablemente
para no volver jamás a Europa. La cuenca del río Congo no era un territorio
estratégico en términos ideológicos. Aquella inmensa e inexplorada zona que
seguía siendo el África interior, cuyo corazón ecuatorial constituía la región
que Bélgica se apropiaría, representaba para los imperios europeos un foco de
extracción de recursos casi inagotable. Entre finales de 1884 y principios de
1885 catorce Estados fueron convocados en Alemania para debatir acerca de la
expansión europea en África. Otto von Bismarck, para entonces canciller de la
Alemania imperial, convocó y presidió la
llamada Conferencia de Berlín que dividió África entera –salvo Etiopía y
Liberia– entre las potencias que hicieron parte del encuentro. Leopoldo II, rey
de Bélgica, se anexó como provecho de la reunión un inmenso terreno que dispuso
desde entonces a título personal: le État
Indépendant du Congo. La criba literaria de Joseph Conrad en El corazón de las tinieblas condensa el
horror propagado por la extracción desaforada de riquezas a través del relato
de una perversa invasión individual.
El Congo (sea
río, país, Estado o colonia) es un tema obsesivo. El eco de esas dos sílabas
aún transporta el vago rumor de la peste violenta con que fue llevada a África
la noticia de Europa. Las cifras que hacen parte de cualquier recuento
histórico del Congo siempre te dejan pasmado: los millones de muertos, las toneladas
de material (sea caucho, madera, cobre o coltán), los kilómetros de río. Todo
parece salido de cauce y es difícil imaginar cómo el mundo industrial se abrió
paso entre la selva y las enormes cataratas. Sobre todo porque el proyecto
colonizador inició casi por completo a mano. Desde la construcción del
ferrocarril que unía a Matadi con Kinsasa hasta la extracción artesanal del
caucho, todo se realizó a músculo vivo. No sin mano esclava, como a pocos años
de la repartición de África notó E. D. Morel. Y es inquietante porque visto de
cerca, con la luz puesta sobre los hombres, lo único que puedes hacer es
intentar desentrañar las razones que inducen a alguien a hacer parte del
engranaje genocida. Muchos se fueron al Congo con el ansia de hacerse ricos rápidamente
y lo lograron. Otros tenían curiosidad. Había quienes veían en el comercio
incipiente la oportunidad de redimirse del propio pasado. Visto desde el
presente, se puede suponer que puesto que el lugar era un hervidero de anomia
cualquiera que pusiera un pie allí por obligación saldría cambiado. Pero la
evidencia apunta hacia otra cosa. La indiferencia del hombre blanco (viniera de
donde viniera: desde Portugal hasta Inglaterra) podía llegar a tal punto de
considerar a los nativos como bestias irremediables. Solo unos pocos pudieron
reflexionar acerca del verdadero impacto del tan mencionado progreso. Hombres
como Joseph Conrad, Roger Casement o Edmund D. Morel mostraron desde distintos
formatos el significado de intervenir un territorio tan basto en única función
de satisfacer las demandas industriales de Europa y Estados Unidos.
Como
muchas otras novelas de la época El
corazón de las tinieblas se publicó por entregas. Salió a la venta entre
febrero y abril de 1899, en la revista inglesa Blackwood´s Magazine. La historia de Charlie Marlow está narrada
como un relato dentro de otro. Nunca conocemos el nombre o la personalidad del
verdadero narrador, quien dice “yo”, porque su participación está apenas
supeditada a comentar la manera en que Marlow cuenta a tientas su travesía en
África. La interpretación que puedo ofrecer luego de leer la novela es que más
que hacer un recuento del horror lo que intenta Conrad es ahondar en el
fenómeno invasivo del mal a escala individual.
Quizá influido por la idea de que las sociedades
humanas avanzan hacia estadios cada vez más sofisticados y complejos Marlow
inicia su historia con el recuento de su ingreso a la selva, que es lo mismo
que decir su ingreso al pasado. Podríamos pensar que es metafórico el asunto
del río de penumbras cada vez más opresivas y compactas. La verdad es que en
aquella época entre más te alejabas de la costa, donde la gran desembocadura
del río sacaba el suelo hasta formar cataratas bajo la superficie, mayor era el
oprobio al que la población nativa era sometida. Este hecho fue constatado por
Roger Casement y es a su vez narrado por Mario Vargas Llosa en la novela El sueño del celta. Lo metafórico para
mí radica más bien en el hecho de que el buque avance hacia lugares en los que
el envilecimiento comienza en el extravío individual que cada cual sufre:
Remontar aquel río era regresar a
los más tempranos orígenes del mundo, cuando la vegetación se agolpaba sobre la
tierra y los grandes árboles eran los reyes. Un arroyo seco, un gran silencio, un
bosque impenetrable. (…) Las aguas al ensancharse fluían entre una multitud de
islas arboladas; se podía uno perder en aquel río tan fácilmente como en un
desierto y tropezarse durante todo el día con bancos de arena, tratando de dar con el canal, hasta que se creía uno
hechizado y aislado para siempre de todo lo que había conocido antes, el algún
lugar, muy lejos, en otra existencia tal vez.
King´s Leopold Ghost, es un libro de Adam Hochschild que documenta la
escandalosa cifra de diez millones de muertos durante la existencia del Estado
Libre del Congo. Inicia con una anécdota protagonizada por el mencionado Morel.
Edmund D. Morel trabajaba como administrativo de una de las empresas bucaneras
que comerciaban en la región. Le resultaba bastante sorpresivo que mientras del
Congo llegaban piedras preciosas, pieles, marfil y caucho hacia él solo se
exportaban látigos, armamento y munición. La conclusión: no había ningún
intercambio allí, sino mano esclava. Y en ese sentido Conrad pudo haber sido
más explícito en su novela en cuanto al conjunto de atrocidades narradas. El
asesinato sistemático debió ir en escala. Y El
corazón de las tinieblas no se ahorra las escenas violentas. Es en especial
quinestésico el momento en que acaban de matar al negro y anciano timonel.
Marlow, concentrado en la dirección del buque, se percata de que tiene los pies
calientes: es la sangre. Sin embargo, el mal que conquista al hombre es
encarnado por alguien más, no por Marlow, quien, con todo, se resiste. Las
condiciones de la selva penetran la individualidad hasta arrinconarla contra el
borde de la locura. El personaje que “simboliza la fusión de las tinieblas de
la selva con la oscuridad interior del ser humano” (García Ríos, 2016) es en realidad Kurtz.
El misterio que todo buen relato posee es aquí no
una circunstancia sino un personaje. La breve aparición de Kurtz en la trama es
la punta del iceberg de su mito. Cuando
Marlow se decide a llevar el manojo de cartas que Kurtz le había entregado hasta
la casa de su prometida, leemos uno de los pasajes mejor logrados de la novela.
Marlow es presa de una de esas posibilidades literarias en que el tiempo se
duplica. En el mismo momento que estrecha la mano de la mujer, en casa de ella,
puede ver a Kurtz a su lado: “Pero, mientras estábamos todavía estrechándonos
la mano, vino a su rostro tal expresión de espantosa desolación, que comprendí
que ella era una de esas criaturas que no son juguete del Tiempo. Para ella, él
había muerto solo ayer”. Y
“(…) Les vi juntos, les oí
juntos. Ella había dicho con la respiración contenida: “He sobrevivido”,
mientras mis oídos tensos parecían oír con nitidez el susurro recapitulador de
la condenación eterna de él, mezclado con el tono de remordimiento desesperado
de ella”.
¿Qué
personaje podía dejar una huella tan indeleble como para que su recuerdo se
actualizara tanto que no se pudiera borrar?
La misión de Marlow en el Congo consiste en remontar
el río hasta la estación en que Kurtz se encuentra y regresar con él y con el marfil
que ha conseguido. Los dos primeros tercios de la novela dan la impresión ser
el extenso prefacio acerca de la personalidad de Kurtz. La información sobre el
personaje va siendo dosificada dentro de las conversaciones (en ocasiones
escuchadas a medias), lo que otros personajes dicen, los enigmáticos tambores y
mojones que al final resulta que están adornados con cabezas humanas. Marlow
intenta hacerse una imagen de un hombre que muchos envidian y otros admiran y
se sorprende de que lo que en realidad logra construir en su mente es una voz.
De hecho, cuando la embarcación es atacada por indígenas –he aquí el momento en
que muere el timonel– y se presume que Kurtz ha muerto él solo puede pensar en
que ha perdido el privilegio de escuchar su voz.
El evidente trasfondo histórico de El corazón de las tinieblas está
sustentado en la propia vida de su autor. Conrad viajó a África en 1890 para
hacerse cargo del buque Roi des belgues,
propiedad de la compañía SGB, que comerciaba en el Congo. Seis meses bastaron
para que saliera asqueado del sitio a causa de la brutalidad con que los
europeos trataban a la población local. Sin embargo, la intención histórica y
biográfica está matizada en la novela. Ni siquiera hay topónimos que sugieran
un referente geográfico. Da la impresión de que los personajes con los que
Marlow interactúa no son más que meras referencias de lo que pasaba en aquel
mundo. El director, los peregrinos, los negros que llevan el mantenimiento del
buque son presa de un embrutecimiento que los hace actuar con ritmo monótono.
No pretendo decir con ello que la acción narrativa no oscile con altibajos de
tensión y conflicto, sino más bien que la manera en que esta acción se pone en
marcha en manos de los personajes proyecta cierta dejadez, fluido mecánico
(valga el oxímoron) y, en últimas, enajenación.
La novela funcionará en todo caso como una de
esas confrontaciones que el arte suele proveer. El Congo sigue siendo hoy un
lugar de desasosiego al mando de gobernantes egoístas. Es de allá de donde se
sacan los minerales necesarios para construir computadoras, celulares y
tabletas. Este mismo ensayo ha sido escrito en una Toshiba que compré en el
centro comercial. Quizá también yo soy un poco culpable.
Bibliografía
García
Ríos, A. (2016). Prólogo. En J. Conrad, El corazón de las tinieblas
(págs. 9-22). Madrid: Alianza editorial.
No hay comentarios:
Publicar un comentario