Notas previas
Dibujar supone encontrar en la forma de las cosas sus aspectos más relevantes. Aún el dibujo más realista escoge un conjunto de rasgos a resaltar, ya sea a través del ángulo escogido, la luz o la pose del modelo. Como no existe la línea en el mundo real, sino el borde de cosas con profundidad, dibujar es escoger, delimitar con trazos esos bordes. Cuando ves un modelo intentas poner en el papel sus rasgos a través de líneas y líneas. El dibujo es el balance entre lo que los ojos ven y lo que la mente esquematiza. Dibujar es difícil porque la agudeza de la mano lucha contra la de la vista. Por eso el error es lo primero que resalta. A veces no se sabe bien qué está mal en una composición, pero es evidente que algo no cuadra. Los aciertos pueden ser muchos, pero el error marca la pauta por la cual un artista figurativo suele ser juzgado como bueno o malo.
En lo personal, he intentado aprender a dibujar de memoria, es decir, crear sin tener una referencia. He encontrado que solo hay un camino para lograrlo con calidad estética: la repetición consciente. Dibujar una y otra vez figuras que atiendan a la estructura más profunda de las cosas. Entrenar es el camino.
No pocas veces me sobrecoge y abruma la calidad de ciertos artistas. Me asusta ver cómo logran un grado de apropiación de la realidad visual y cómo extrapolan los rasgos del mundo material hacia tantas perspectivas novedosas. Corre por dentro esa voz, ese miedo: “¿Y si nunca lo logras...?” Con todo, el pánico, la vanidad y a veces incluso la ambición se desvanecen en el acto mismo de dibujar. Frente a la hoja me encuentro absorto en mis pensamientos, en mis formas de disimular el error, en mis gestiones del espacio y en las decisiones respecto al color o el grado de detalle de esto o aquello. Me alegra tanto usar mis pinceles, disfruto tanto esa parte material del dibujo que incluye manipular las acuarelas, destapar los marcadores, probar texturas y matices, que me despreocupo de aquella codicia artística a veces tan corrosiva.
23 06 20
Ni siquiera sé por dónde comenzar. Y esto es un problema porque suelo pensar en estructuras cada vez que quiero entender algo y aprender sobre ello. Comienzo por los conceptos básicos y de ahí voy escalando hacia niveles con una complejidad creciente, lo que al final me permite tener una visión global del asunto, sobre todo si he sabido tomar notas. El ejemplo más claro de este sistema son las matemáticas, en las que no se puede dar el siguiente paso sin antes haber entendido qué precede a qué y cómo funciona cada cosa. Este es el método que he utilizado con la literatura, la gramática y la música. Pero el sistema ha comenzado a mostrar sus fallas: no sirve para toda clase de conocimiento. Ante el nuevo tipo de saber que intento adquirir no sirve.
Los dibujos sueltos o que acompañan una búsqueda bibliográfica son mi especialidad. Bastaría con abrir uno cualquiera de mis cuadernos de notas para encontrar junto con las flechas, las frases resaltadas o las extensas citas textuales pequeños muñecos que expresan una idea o refuerzan un razonamiento. Están en todas partes: en las primeras y últimas hojas, en las márgenes y en los espacios entre una entrada y otra. Con todo, aunque los dibujos me acompañan desde la niñez y a pesar de que mi mano es inquieta, jamás me había planteado el aprendizaje del dibujo como una meta real. Heredé ess estúpido prejuicio de la “sabiduría popular” según el cual bastaba provicar la inspiración para obtener resultados geniales. Y ya sabemos que no es así. En el último año me he dado cuenta de que el dibujo exige una preparación que parece inabarcable, que nunca se domina por completo y que constantemente impulsa a nuevas formas de entender y representar la realidad y la experiencia.
En algún momento me dije que quería dejar de dibujar por pasatiempo y me compré una libreta de bosquejos y un buen lápiz. Pero cuando me senté a estudiar apareció el inevitable “¿Y ahora qué”. Busqué en Internet, pregunté a algunos amigos con experiencia, curiosié libros, me senté a dibujar, quise entrenar mi ojo. Más tarde compré un curso en Internet, compré otro cuaderno y más lápices y hasta incluí las acuarelas en la lista de la canasta familiar. ¡Todo para qué! Para no estar contento con nada de lo que sale de mi mano.
Quizá el mayor obstáculo para mi proceso es que no cuento con un maestro propiamente dicho y que he tenido que aprender guiado por mi propia intuición y curiosidad. Pero mientras puedo asegurarme la entrada en el mundo académico del arte, quisiera replantear el método con el que he comenzado esta entrada. Tal vez por su propia naturaleza artística o ya sea por la complejidad del dibujo como disciplina, no hay esquemas demarcados con tanta precisión como en la música, las matemáticas o la gramática que puedan seguirse. Lo que quiero hacer aquí, en este diario, es dar cuenta de ese proceso divergente y lleno de aristas que es el aprendizaje de dibujo. No voy a seguir un esquema artificial sino a intentar hallar las bases para esta disciplina en algunos libros y canales de YouTube.
Nunca me ha interesado la representación exacta de los planos visuales. No creo que usar rejillas y otras herramientas para lograr así un dibujo, un calco del mundo real, haga parte de mis ambiciones. Ante todo quiero entender. Saber cómo funcionan las marcas, los límites de las líneas, las estructuras subyacentes de todo cuanto vemos.
Para empezar voy a seguir el consejo de un dibujante que vi en YouTube: “Olvida el entrenamiento del ojo y la práctica desbocada por un momento y concéntrate en aprender primero cómo funcionan las tres dimensiones en el papel”.
Paso 1: Aprender cómo funciona el 3D
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