Leo en casi todas partes. Leer es un vicio que
tiene que consumarse a cada tanto con tal de permanecer tranquilo. Por eso los
lectores de tiempo completo aprovechan cada lugar y cada momento para echar
aunque sea una ojeada (¿o será hojeada?) al libro de turno. En principio, leo
en mi escritorio. Tengo una silla reclinable en la que me puedo acomodar de tal
forma, subiendo los pies en la mesa que hace de escritorio, que mis manos
quedan libres y cómodas para pasar las páginas. Leo también en la hamaca. En el
sofá. En el sanitario. Las escaleras son también un buen lugar, hablando del
ámbito de la casa. Fuera de ella es quizá más incómodo leer, puesto que uno no
está a sus anchas (sin camisa o en ropa interior). De los lugares hechos para
leer las bibliotecas silenciosas son mis preferidas. Porque las hay ruidosas,
si están cerca de una vía principal o si tienes estudiantes de ingeniería a tu
lado (que discuten cada problema, ejercicio y cifra). Los lugares al aire libre
no son siempre buenos: tal vez haga demasiado calor o insectos. Además, están
esos sitios en los que la espera abre un tiempo muerto imposible de rellenar
mas que con algunos párrafos: los bancos, las salas de espera, la fila del
metro.
Leer fuera de casa es casi un acto de valentía
que muchos toman por petulancia o indiferencia. Al fin y al cabo a muy poca
gente se le ocurre sacar un libro de la mochila en medio de la muchedumbre. La
multitud observa al lector. Yo, por ejemplo,
no puedo resistir la tentación de intentar mirar qué cosa lee uno de
esos valientes. Parece como si necesitara saber si apruebo o no la lectura
ajena. Los observo mirar el papel en las
sillas del servicio público de transporte, en las mesas de los cafés o en los
alrededores de la facultad. Ah, que bellos son los lectores que contra todo
ruido, temperatura y condición son capaces de permanecer fieles a su lectura,
aprovechando cada espacio y hora para leer.
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