Me llamo Alberto. Soy un tipo muy mediano:
estatura promedio, peso promedio, cabello cortado a lo clásico. Peludo, por
herencia paterna. Manejo bici, me gustan los cafés. Soy estudiante de la Universidad
de Antioquia. Estudio “Licenciatura en humanidades con énfasis en lengua
castellana” según reza el programa de mi carrera. O al menos eso hacía hasta
hace tres o cuatro meses. Ahora soy dos cosas bien definidas: un vago y un
mantenido.
Sufro de migrañas, me empezaron a principios de
año. Mi cabeza es delicada: si como tal o cual cosa de más, si duermo mal, si
estudio mucho, si leo demasiado, si me deprimo; cualquier cambio en la rutina
de alimentarme bien y hacer ejercicio me hace doler la base del cráneo, y es un
dolor que tarda en irse. El semestre pasado debí cancelar cuatro de mis siete
materias: las sienes me palpitaban en todo momento. Mis lecturas dejaron de
ocupar la mayor parte de mi tiempo, ahora era un idiota frente a la computadora
muchas horas al día (viendo películas o series), lo único que mi cansado
cerebro podía hacer. En fin, mi rendimiento académico se fue al carajo y esas
tres materias restantes fueron mi único vínculo con la Universidad de
Antioquia.
¿Por qué cuento esto? Porque al iniciar
semestre (este que acaban de cancelar) mis cefaleas habían mermado. Las
vacaciones habían hecho su beneficioso efecto en mi cráneo. Podía volver a
iniciar la vida de antes. La vida de estudiar, leer, vivir, hablar. Planeé mis
vacaciones con el calendario académico en mano: 14 de enero de vuelta a
Medellín. No compres aún el pasaje de ida, quizá puedas irte antes, si arreglas
con los profesores. Sin embargo, no pasaron dos semanas de clase y entramos a
paro. ¿Entramos? Yo ni siquiera estaba de acuerdo con el paro, nunca lo estoy.
Entraron. Entraron a paro, ellos. Mi semestre inmediatamente anterior había
sido un desastre, por cuenta de la “cefalea tensional”, como se llama lo que
sufro. Esperaba recuperar el tiempo perdido.
Me levanto a horas dispares, igual cuando voy a
dormir. Me quedo haciendo estupideces en la computadora (jugar, entrar a
YouTube), a veces leo. Las mañanas son tan difíciles. Me cuesta ponerme en pie.
Que no haya nada por qué hacerlo me postra en la cama. No sé qué día es hoy o
qué día será mañana: para mí todos los días son el mismo. Son días sin nombre,
que se suceden los unos a los otros en fugaz mecanismo. Soy una sombra de mí. Olvido
sacar la basura, lavar los platos.
Estudié dos semestres de ingeniería en la
Universidad Nacional. En poco tiempo pude hacer amigos. Los veo rechazar mis
propuestas de ir al cine o al teatro. Los veo estresados por los parciales. Les
oigo hablar de tales o cuales materias. Los veo ser universitarios. Amar sus
carreras, discutir sobre los temas que les apasionan, quejarse de los
profesores o admirarlos. Sus semestres son puntuales, pocas veces hay paros.
Odio ver el reflejo de lo que no soy. Sin mi universidad no soy mucho. No soy
un tipo práctico. No soy deportista. No soy lindo ni encantador. Muy temprano,
cuando los demás trataban de decidir entre ser ingenieros o médicos, yo sabía
ya que mi único rol en el mundo era el de enseñar. Siempre quise ser maestro. Y
fue por eso que partí de casa y me vine a una ciudad lejana y desconocida a
estudiar. Por lo que mi única justificación para estar aquí, en esta habitación
desde la cual se ven las montañas del valle, es la universidad. Por eso digo
que sin mi universidad no soy nada.
He contado mi historia a retazos. No soy de
aquí, soy de allá. Mis padres no nacieron aquí, sino allá. No me crie aquí,
sino allá. Todo mi mundo se había construido en Barranquilla y lo dejé todo
para venir acá. No somos ricos. Mi papá es un desempleado más y vivo de la
pensión de mi abuela, que en buena gracia me envía dinero mes a mes. Me cuesta vivir
aquí. Debo pagar arriendo, comida, transporte. Y no habría problema con eso si
tuviera algo para justificarlo. Pero no lo hay ya. ¿Y por qué no consigues
empleo? Dirán. Hay varias razones: porque los paros cuando son indefinidos te
hacen creer que las clases podrán iniciar en cualquier momento, por lo que no
puedes encontrar un empleo que puedas abandonar de buenas a primeras. Segundo,
no sé hacer nada. En serio. Quizá escribir, pero escribir no es una virtud ni
un talento como algunos afirman. Escribir es un defecto, uno muy grave. Ya
entiendo por qué lo decía así Efraím Medina en una de sus novelas. Durante los
tres meses que han pasado he oído la decepción en la voz de mi familia cada vez
que me llaman a saber cómo ando. Hay algo en su tono que me indica que, aunque
no sea tu culpa, sabemos que eres solo un gasto, más te vale hacer algo para
que no pensemos así. Lo intenté. Quise empezar con clases de inglés, pero
ningún estudiante vino; y una historia del Congo, grabada en internet, pero al
parecer el tiempo se me dilata y no hago nada. Necesito un horario para
trabajar, y uno que no me ponga yo mismo.
Es que creo que este es el principal defecto de
los paros, sobre todo los indefinidos. Que desconocen las historias como la
mía, como la de muchos otros estudiantes que viven de paso, que no trabajan,
que quieren estudiar y no pueden. El paro se las da de muy moral y correcto y
efectivo y justo, pero la realidad muestra que sus beneficios no son tantos
como sus desventajas. El paro es una estrategia que ya deberíamos dar por
olvidada, en busca de nuevas alternativas para hacer presión sobre aquellos
gobernantes ineptos o sobre políticas poco equitativas o razonables. Detesto el
paro, no tanto porque cree que es la solución para todo, como porque su naturaleza
ya no se ajusta al mundo de hoy. En el siglo XXI no puedo darme el lujo de
quedarme inactivo todo un semestre: vivir cuesta y si no estoy haciendo algo
para retribuir tal costo, estudiar en mi caso, entonces ¿qué estoy haciendo?
Si estamos enumerando las cosas que odio otra
de ellas serían los capuchos, y en general los “tropeles”. Alguien que me acaba
de conocer, después de un par de preguntas, se entera de que estudio en la U de
A. La siguiente cosa que dirá, de forma infalible, será: “¿Cómo hace con tantos
tropeles?”. El hecho de que la universidad pública sea asociada inmediatamente
con la turba y el desorden no habla bien de ella ni de sus estudiantes. No
estoy de acuerdo con esos que afirman estar a favor de “su lucha”. ¿Cuál lucha?
La lucha por la educación, por la libertad, por la justicia social, por el
pueblo, compañero, responderían. Pero les advierto que los verdaderos
luchadores están en las escuelas, en las administraciones públicas, en las
aulas pensando una buena definición de educación, justicia y libertad, y no con
todo el cuerpo tapado empuñando un arma (una papa bomba es un arma) en contra
de policías vestidos de negro. No hay nada por qué luchar cuando la violencia
está de por medio. Si mis objetivos son morales, mis medios deben serlo
también. Ah, pero los estoy escuchando “es que el Estado es opresor y por eso
hay que revelarse”, “es que la violencia es el único camino que nos queda”.
Frases de cajón, pronunciadas por gentes faltas de creatividad.
Yo quiero que vuelvan las clases. Quiero sentir
el olor de la tinta en mis cuadernos. Quiero aprender. Quiero una rutina. Amo a
mis compañeras en la tarde, mientras preguntan sobre esto y aquello. Amo mis
libros en mi morral. Me gusta cuestionar, anotar, vivir la academia. La gente
que estudia en los pasillos y en las mesas, las jornadas de estudio agotadoras
pero satisfactorias. Quiero graduarme. Quiero enseñar. Quiero ser
independiente. Hay tantos sueños. Hay tanto de todo esto. Sé que no soy el
único. Tú que eres estudiante deberías preguntarte si en verdad el paro te
favorece y favorece a los demás. No es casualidad que quienes apoyan el paro no
sean estudiantes clase media como tú o yo, sino gente muy mayor a la que le
afecta poco que la universidad cese sus actividades. Yo no puedo darme ese
lujo. ¿Puedes tú?
Alberto, llego a tu espacio por pura casualidad. Me gusta la lengua latina pero en su momento no pude continuar y ahora menos. La forma en que narras tu situación me llevó a vivirla así que el decir que escribes y que no le des mucha importancia, habla de tu humildad. Sabes transmitir tus pensamientos con precisión y facilidad. Es como si estuviera viviendo tu historia y a la vez me entristece que la padezcas. El esperar desespera. Yo no soy buena en esto de ser paciente. Tienes un objetivo que quizá por el momento no se pueda seguir, pero aún así has resuelto compartir tu conocimiento que aunque no seas profesor, lo haces bien. Sigue así enseñándonos que esperamos con gusto lo que publicas. Y no te desanimes que la perfección tiene un proceso y es el que estás viviendo. Con cariño, Blanca Edith
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