No sé si a ustedes les pase, pero mi casa nunca
está limpia u ordenada en su totalidad. Cada vez que dedico una buena jornada a
la tarea de mantener mi casa aseada sufro la decepción, al final, de que algo
quedó pendiente. Siempre un espacio, un objeto, un rincón fue excluido de la
limpieza. La próxima vez, seguro, empiezo limpiando lo pendiente, pero para
entonces otra cosa quedará sin el favor del jabón o la escoba.
No nacimos para limpiar casas. Nuestra especie
no evolucionó en un rincón de África oriental para pagar facturas, ordenar
zapatos, trabajar en oficinas. Evolucionamos para ser cazadores y recolectores.
La especie Homo sapiens apareció hace
200 mil años. Hace unos 70 mil años dio el paso que más tarde lo convertiría en
el rey del mundo: sufrió lo que los historiadores llaman “la revolución
cognitiva”, un cambio, aparentemente fortuito, que restructuró la arquitectura
de nuestro cerebro permitiéndonos hablar, maldecir, señalar, chismosear y,
sobre todo, creer en cosas que jamás habíamos visto, ni olido, ni tocado:
dioses, Estados, almas, naciones. La revolución agrícola (hace unos 10 mil
años) posibilitó que hubiera ciudades, ejércitos, oficinistas y escultores de
tiempo completo. Es decir, dio lugar al mundo como lo conocemos. Los humanos
dejamos de cazar y recolectar y pasamos a domesticar unas pocas plantas y
animales que nos suplieran. ¿Significó un gran avance? Seguro que no. Es
gracias a la agricultura que nuestras sociedades se sustentan y nos obligan a
vivir en estas cuatro paredes que llamamos casa. Dicen los expertos que nuestro
cerebro se moldeó durante esos largos milenios en los que nuestra especie cazó
bisontes, mamuts y gacelas. Por lo que vivir en nuestras modernas sociedades
muchas veces hace que nos sintamos oprimidos, alineados y nerviosos: en el
fondo nuestro cerebro cree que aún vive en un sabana llena de caza mayor.
Los antiguos humanos no tenían muchas cosas. Al
fin y al cabo no es importante poseer tantos artefactos si uno se muda de un
lado a otro cada semana o cada mes en busca de comida. Hoy poseemos tanto que
lo que tenemos es tan impersonal y barato que termina siendo basura. En caso
contrario, si decidimos conservar algo, llena espacios en nuestro domicilio. Los
libros se apilonan en los estantes, los zapatos se arrinconan en un pequeño
espacio del fondo de la habitación, las camisas se extienden en el ropero, los
bolsos y maletas se suman los unos con los otros en los percheros. Todo se
apilona, se condensa. Las casas están, en el barrio, demasiado juntas, las
calles son estrechas, hay trancones, filas, masa de gente que camina.
Pero yo quiero hablar de la casa. No he sacado
la cuenta de cuánto tiempo gasta en, digamos, una semana limpiando. Sé que no
soy el amo del orden pero entiendo que hay que limpiar. Hay que tener las cosas
en orden, no vaya a ser que encontrar un objeto tan sencillo como un lapicero o
un libro, se convierta en una excavación minera entre pilas de ropa, zapatos y
diversos objetos. ¿Cuánto tiempo gastado en limpiar y ordenar? Mucho. Y todo
para que siempre algo quede fuera de la lista de cosas en su puesto.
La casa nunca estará limpia por una sencilla
razón: no se puede dejar de pisarla, de cocinar, de usar el baño. Todo lo que
se hace en casa la ensucia. Intentar limpiarla en su totalidad es como tratar
de borrar las huellas que se fueran dejando mientras se camina en círculo.
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