lunes, 21 de diciembre de 2015

Diario del lector #2: Empezar a leer


Hay un texto que circula en internet llamado Los derechos del lector. Y el primer derecho es “a no leer”. Los lectores tienen derecho no solo a no iniciar nuevas lecturas sino también a abandonarlas cuando estas no les resultan lo suficiente satisfactorias, entretenidas o amenas. Hoy quiero hablar del caso contrario. Quiero hablar de cuando uno inicia una nueva lectura.
Comenzar a leer es entrar en el sueño, en la ficción, en el pensamiento, en el pasado. He comenzado lecturas de nuevo sin decidirme a sobrepasar determinado capítulo. El sueño del celta, de Mario Vargas Llosa, por ejemplo, fue una novela que inicié infructuosamente a leer en al menos cinco ocasiones. Me parecía que no tenía suficiente impulso para ir más allá de los primeros años de Roger Casement, protagonista de la trama. Después decidí avanzar, haciendo caso omiso a la pereza y el desgano. Otra novela leída y vuelta a releer desde el inicio, sin mucho progreso, fue El amor en los tiempos del cólera. No pasaba, por alguna razón, de más allá de la muerte del doctor Juvenal Urbino. Pareciera que hay momentos en los que no nos atrevemos a seguir leyendo o en los cuales no se llega rápido al nudo y la lectura se torna obligada, pesada.

Empezar a leer es como internarse en una cueva con una lámpara de mano. Todo está entre tinieblas al inicio: se nos habla de ciertas personas y circunstancias de las que apenas teníamos conocimiento. Todo lo que dicen y hacen es extraño o vacío, sin mucho sentido. Poco a poco, en la medida en que los párrafos se suceden los unos a los otros, todo aquello se va volviendo cercano, hasta llegar a ser entrañable.

sábado, 19 de diciembre de 2015

Diario del lector # 1



Leo en casi todas partes. Leer es un vicio que tiene que consumarse a cada tanto con tal de permanecer tranquilo. Por eso los lectores de tiempo completo aprovechan cada lugar y cada momento para echar aunque sea una ojeada (¿o será hojeada?) al libro de turno. En principio, leo en mi escritorio. Tengo una silla reclinable en la que me puedo acomodar de tal forma, subiendo los pies en la mesa que hace de escritorio, que mis manos quedan libres y cómodas para pasar las páginas. Leo también en la hamaca. En el sofá. En el sanitario. Las escaleras son también un buen lugar, hablando del ámbito de la casa. Fuera de ella es quizá más incómodo leer, puesto que uno no está a sus anchas (sin camisa o en ropa interior). De los lugares hechos para leer las bibliotecas silenciosas son mis preferidas. Porque las hay ruidosas, si están cerca de una vía principal o si tienes estudiantes de ingeniería a tu lado (que discuten cada problema, ejercicio y cifra). Los lugares al aire libre no son siempre buenos: tal vez haga demasiado calor o insectos. Además, están esos sitios en los que la espera abre un tiempo muerto imposible de rellenar mas que con algunos párrafos: los bancos, las salas de espera, la fila del metro. 

Leer fuera de casa es casi un acto de valentía que muchos toman por petulancia o indiferencia. Al fin y al cabo a muy poca gente se le ocurre sacar un libro de la mochila en medio de la muchedumbre. La multitud observa al lector. Yo, por ejemplo,  no puedo resistir la tentación de intentar mirar qué cosa lee uno de esos valientes. Parece como si necesitara saber si apruebo o no la lectura ajena. Los observo mirar el papel en  las sillas del servicio público de transporte, en las mesas de los cafés o en los alrededores de la facultad. Ah, que bellos son los lectores que contra todo ruido, temperatura y condición son capaces de permanecer fieles a su lectura, aprovechando cada espacio y hora para leer.