Voy a hacer algo que casi no hace
con objetividad: hablar bien. En esta columna voy a hablar bien de
Barranquilla. Hablar bien se acerca mucho al elogio y el elogio es ciego o solo
intenta convencer a los otros. Y rara vez se hace con objetividad (como yo
espero hacerlo) porque se exaltan las bondades en detrimento de la mención de
las flaquezas, de la parte fea, de lo que no suena bien o no gusta. Pero, con
todo, voy a hablar bien de mi ciudad natal. Espero ser justo.
Barranquilla, en los últimos
años, ha mejorado en un tema que desde hace mucho tiempo había estado a la sombra
de otros más “importantes” (industria, comercio, turismo, carnaval) y lejos de
la opinión pública y las decisiones de sus gobernantes: el espacio público. El
tema es de mucha actualidad a medida que crece (más y más) la población, se
compran más carros, se construyen rascacielos. Las ciudades se ven afectadas
por la sobrepoblación, la contaminación que los motores producen y la
construcción desmedida de edificios. El espacio público va desapareciendo
porque se necesitan más calles, más edificios de oficinas y apartamentos, más
estacionamientos, más centros comerciales. Se cortan árboles, se secan lagos
deliberadamente, se poda, mata y construye. Con lo cual los ciudadanos tenemos
menos parques, teatros, plazas, fuentes. Es decir, espacios gratuitos en los
que se pueda practicar la importantísima actividad del ocio, del esparcimiento,
de la diversión.
En este contexto hoy Barranquilla
va un paso adelante. He visto como en la última administración la alcaldía ha
invertido en la mejora de los parques (el Suri, el de El Silencio, el Olaya) y
la Plaza de la Paz, la Avenida del Río, la remodelación de la Intendencia
Fluvial y su alrededor. Los barranquilleros
han podido (¡por fin!) salir de casa a un sitio en que pueden encontrarse con
amigos y con otra gente del común. Y es que las ciudades necesitan espacio público. Lugares que no le pertenezcan a nadie
sino a todos. En especial en una donde lo público rara vez tiene sentido: en
Barranquilla cualquiera se roba el andén con una venta, se roba la calle, le
roba espacio al parque, tala un árbol, seca un lago, expande su terraza para
que quede el mínimo por donde transitar. En Barranquilla, la construcción y
mejora del espacio público tiene a mi juicio una doble consecuencia que apunta
al esparcimiento y a la educación. Uno se puede reuinir con los amigos en
cualquiera de estos parques y, en esa medida, puede entender que el parque es
de todos, para todos, y no algo que puede apropiarse de buenas a primeras.
Los lugares públicos, como dije,
son un tema de discusión de las ciudades modernas que se preocupan (léase: que
deberían preocuparse) por brindar bienestar a su población. Una plaza, por
ejemplo, es, además de un gran sitio de reuniones, un espacio que funciona como
soporte de las funciones propias de la vida en sociedad: la conversación, el
diálogo, la manifestación política, los conciertos. Y hay que recordar que lo
público no solo sirve para reunirse, también para recordar. Dentro de los
bienes públicos están incluidas aquellas piezas arquitectónicas que narran la
historia de una ciudad y un país. En la capital del Atlántico aun falta eso que
aquí llamamos “sentido de pertenencia” en cuanto a la memoria se refiere. Un
artículo publicado a principio de año en la Revista Arcadia, denuncia esta
situación: los bienes culturales arquitectónicos se ven reemplazados por feos
adefesios de veinte pisos. Por estas razones uno debería tener presente el uso
que las autoridades hacen del patrimonio colectivo.
Me gustaría pensar que más
lugares a donde ir y disfrutar, gratuitamente, de la ciudad significa una
transformación de fondo para Barranquilla. Porque los barranquilleros (que
nadie se ofenda) nunca aprendieron a respetar lo público: tiran la basura, las
ramas y los escombros en cualquier parte; ensucian las calles; hacen demasiado
ruido (parlantes de dos, tres, cinco, veinte metros); todo lo ampara la
informalidad: el taxi colectivo, mototaxi, bicitaxi, carro coche, carro mula,
título falso, pase falso, en fin. Y no se preocupan mucho por su ciudad. No nos
digamos mentiras, esto es así. Pero puede cambiar. Si llevamos la idea de un lugar para todos a las estaciones del
transmetro, al barrio y la escuela.
En mis vacaciones me gustaron
mucho la brisa del Río Magdalena, la nueva cara de la antigua Intendencia Fluvial
y, cerca de mi casa, la remodelación del parque de El Silencio. Es inevitable
sentir que el barrio y la ciudad adquieren importancia para todos los que hacen
ejercicio o les gusta salir a pasear. Ojalá pronto tengamos, además de espacios
públicos, consiencia de lo verdaderamente público, eso sí que hace falta.
El factor principal en cualquiera ciudad del mundo son sus habitantes, las inversiones en infraestructura y mejoramiento urbano hacen mejor la vida, pero hasta donde la política del cemento apunta hacia el ser humano.
ResponderEliminarAgradable escuchar voces esperanzadoras , también se vale.
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