Podríamos empezar hablando de las cifras. Cuánto se derrite
el Polo Norte cada año y cuánto aumenta el nivel del mar a causa de ello, cada
año. Tal vez, el número total de árboles talados en el Amazonas esta semana. O
los litros de agua que cada quien buenamente desperdicia por día. El planeta
Tierra visto en números. Siete mil millones de habitantes y creciendo. Tantas
guerras como posibles es imaginar. Los números, sí, tan impersonales.
Pero no. Quizá las cifras digan mucho. Quizá nos adviertan
sobre aquello que nuestras acciones desencadenan en tantos ecosistemas y tan
distintos del mundo. La información es clara. Entonces ¿por qué no la tomamos
en serio?
Recuerdo la primera bicicleta que tuve. Aquel diciembre,
igual al de tantos niños de la cuadra, en que mis padres me regalaron una
todoterreno roja. Una semana de uso, dos máximo. Luego al patio a oxidarse.
Esas cosas pasan. Los niños son así. Un día, al despertarnos, la bicicleta ya
no estuvo. Los ladrones habían corrido una de las láminas de Eternit que daban
al patio. Nunca más mis padres me compraron una.
Hace semanas, mi amigo Juan debió irse a los Estados Unidos.
Como último acto de amistad me vendió su bicicleta, esa que sus padres le
habían comprado (sólo que ésta no había sido usurpada), en 50 mil pesos. La
traje casa en un taxi desde Bello y al regresar de las vacaciones, la mandé a
reparar.
Ahora ando en bici. Es de eso de lo quiero hablar.
Salgo de casa. Encima de la bici, con el respectivo casco y
las gafas de sol, bajo algunas cuadras hasta toparme con la vía principal. Tomo
Pilarica. Es una loma empinada, pero me gusta recorrerla cuesta abajo a la
máxima velocidad posible. Hay una curva, al final, en la que tengo que halar el
freno porque la última vez casi me voy de bruces contra el suelo por una
frenada repentina. Sigo bajando y hasta llegar a la Universidad. Cada día
registro la bici y voy encadenarla junto a las otras. Hasta cuando salga de
clase habrán pasado unas buenas cuatro horas. La bici estará allí, ya casi
sola, esperándome. Le quito la cadena y salgo.
Lo interesante comienza entonces. Porque, evidentemente,
aquello que antes fue bajada es ahora subida. Esta vez, el camino a casa es
distinto. Pero, de todas formas, tengo que enfrentarme a Pilarica. Pongo el
cambio en lo más suave y aun así me cuesta. La curva, en la que casi me
reviento la cara, es todo un reto. Voy tanteándola y es allí cuando comienzo a
sudar en serio. La espalda se me humedece y la camisa se me empapa. Pedaleo con
paciencia pero con ritmo. La escalo palmo a palmo mientras busco asirme con más
fuerza del cacho de la bici. Hay un punto, muy al final de la curva, en el que
los músculos de mis piernas se contraen tanto que empiezan a dolerme. Y lo que
siento no es un ligero tirón, no, lo que siento es auténtico dolor. Mis piernas
se crispan y el abdomen se me contrae. Miro al frente, con las gotas saladas
corriéndome por la sien, y sigo. Al llegar a casa, exhausto, ceno como si no
hubiese mañana y después de algunos ajustes con los deberes, me voy a la cama.
Es difícil esto de andar en bici. Tienes que tener cuidado
con los carros, no abusar de la facilidad con la que puedes pasearte entre
ellos y no ir a demasiada velocidad porque no puedes frenar instantáneamente
sin resbalar o caer. Es cierto que se suda, que se llega con la camisa mojada a
los destinos. No siempre hay lugares en los que encadenar la bici. No siempre
se puede tomar la bici para ir a cualquier lado. Además, tienes que enfrentarte
a esas moles gigantescas que son los camiones, las mulas, los tractores que van
en la vía; aún sabiendo que una de sus llantas podría matarte. Y está el smog,
el humo de los carros delante de ti. Ese asqueroso, repugnante hollín que los
autos expulsan. También el sol, y de noche, el frío.
Pero hay que ir más allá. Porque andar en bici me ha dado
una de las más grandes satisfacciones que se pueden tener en la vida: saber que
sí puedo. Si nos damos cuenta pedalear es, al menos en mi caso, todo un reto.
Lo hago para sentir que vivo, esto es la vida, me digo: el dolor, los músculos
crispados, pedalear subiendo una cuesta. Puedo decir que andar en bici me ha
enseñado a ser paciente en las ciudades inmensas donde siempre se va a prisa.
Llegar a la cima, poner fin al recorrido sin bajar nunca la velocidad, es una
manera de entender que en la vida no importa sino en camino. Siempre que llego
a casa, tengo la certeza de que andar en bici es un acto más revolucionario,
más subversivo que tirar papas bomba. No emites dióxido de carbono. No
necesitas aceite. Y vas en contra de la corriente de un mundo en el que cada
año aumenta el nivel del mar a causa del derretimiento de los Polos. Donde las
personas tienen que empezar a morir por la sequía y el abandono, como ya vimos
que sucede en La Guajira. Andar en bici es eso y más en tanto haya más
ciclistas en las ciudades. Y no sueño con un mundo donde no se emita dióxido de
carbono a la atmósfera o uno en el que todos usen una bicicleta para llegar a
sus propios destinos, pero si sueño con un mundo con más ciclo-vías y más
parqueaderos para bicis.
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