martes, 3 de noviembre de 2020

Dos textos sobre la pérdida

 Medellín, 21 - 08 - 20

Elegía a Pedro Alonso

Quizá todos compartimos hoy la sensación de ingravidez, de vacío, de pregunta por qué seguirá mañana, sabiendo que el resto de nuestra existencia tendremos que aprender a vivir sin Pedro Alonso, Peyo, padre, hermano, abuelo, tío.

   Ahora que ya no estás, querido abuelo, es un consuelo saber que nadie podrá jamás decir que tiene un mal recuerdo tuyo. Fuiste un hombre sereno, callado aunque gozador, y trabajaste siempre en procura de tu familia y tu descendencia. La vida de mi abuelo expresó siempre esa tranquilidad interior que quiero pensar que tuvo en su última hora. Nunca abandonó Usiacurí y las grandes ciudades le daban alergia. Siempre prefirió la amabilidad de su pueblo, su casa, su hamaca y de su radio. Hemos heredado de él una forma de vivir sin provocar el pleito, sin que nuestras pasiones guíen nuestras decisiones, sin ese afán por acaparar la razón y la palabra que hoy en día causa tantos estragos.

   No quisiera pregonar una forma de acallar el dolor que cada uno siente de la manera más personal. En cada cual la pérdida se expresa en distintos caminos, unidos todos en la partida de Pedro Germán. Pero quiero pedirles que no lo olviden. Si el olvido es la segunda muerte, la más definitiva, extendamos la vida de Pedro Alonso en el recuento de nuestros recuerdos de él. Honremos su vida con las nuestras. Seamos leales a lo que hemos aprendido de su estadía en el mundo. Contemos sus historias.

   El alivio de nuestra pena tendrá que nacer no solo de saber que hicimos todo lo que estuvo a nuestro alcance durante su enfermedad, sino también en encontrar en su memoria una forma de que él siga viviendo.

   Desde Medellín quiero decirles que los amo, en el amor más fraternal, a todos los que se encuentran reunidos y que me duele no poder asistir a la despedida última de mi querido abuelo. Ojalá volvamos a reunirnos con él. 

 

Mis abuelos rodeados sus hijos
en el patio de la casa grande de Usiacurí
 

Barranquilla, 18 - 10 - 20

La huella infinita 


El jueves pasado, justo después de enterarme de la noticia, entré en piloto automático y apenas estoy saliendo de él. Dejé de pensar en mí, en la cotidianidad de mi vida, en la preocupación de haber llegado al final de la carrera, en el mundo exterior a mi familia. Me subí al avión con indiferencia, sin concretar ningún pensamiento en particular, incrédulo de que el dolor no me estuviera doblegando. Llegué a Barranquilla sin una camisa decente, por lo que tuve que hacer una parada rápida en una tienda de ropa antes de dirigirme a la funeraria. La voz interior que guía mis pensamientos enmudeció y en lugar de ideas me gobernaban mis propias órdenes: “Saluda”, “Sé fuerte”, “Mantén la calma”. Fue así como pude encarar el recorrido hacia el cementerio, el llanto de mi madre y de mis tíos y tías, el pesado ataúd que estuvimos obligados a empujar hasta el silencio de una última bóveda. 

 

    No fue la casa de mi abuela lo que me hizo volver de ese tiempo ajeno en que me encontraba. No fue el encontar en mi maleta los guantes para el frío de la clínica, que no tuve tiempo de entregarle. No fue ni siquiera ver por última vez su rostro a través de una ventanita de cristal. Fueron sus recuerdos. Entendí que era cierto que te habías ido no porque no estabas en el patio de la casa, entre las matas del jardín o entre el desorden tuyo de la cocina. Comprendí que me dolía tu partida cuando me di cuenta de que te necesitaba, de que te necesito aún  cuando recorro tus memorias. Llego a tu casa y estás esperándome en la terraza; paso a la sala donde ves televisión; me dirijo al cuarto donde duermes en profundidad; paso por la cocina en que preparas un dulce de caballito y unos rosquetes de yuca molida; salgo al patio donde te encuentro atareada con regar las matas, rayar el coco, tender la ropa. Eres tú quien me recibe en los viajes de mi infancia, quien adorna los vestidos del carnaval, quien se ríe de mis cuentos rebuscados, quien apunta todo porque todo se le olvida. 

 

    Ahora que mi abuela Beatriz no está creo haber encontrado el significado de la palabra omnipresente. Hay quienes están en todas partes porque las llevamos dentro. Mi abuela me sigue a cada sitio. Entreveo su rostro en algún gesto reconocido en mis tías, en mi mamá, en mis primos o en mí; escucho su voz en las palabras que ella usaba y que nosotros repetimos; la encuentro en la particular forma de ver la vida que le heredamos. En estos pocos días he hallado también cierto consuelo en la idea de que Beatriz nos pertenece ahora más que nunca. Su vida es ahora nuestra, interiorizada en el alimento que nos dio, en el afecto que nos brindó y en la huella infinita que imprimió en cada uno de nosotros. 

 

    Con Beatriz estamos juntos en las fotos, en los sueños, en las cartas olvidadas y pronto lo estaremos también en la tierra muda. 

1 comentario:

  1. He llorado al leer entre líneas esto que deseas expresar desde tu corazón Mayito, y que describe de una manera fiel lo que representan tu abuela y tu abuelo,ahora por favor vamos con el del tío,una deuda que anhelo leer.

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