jueves, 29 de octubre de 2020

Los otros prójimos


Si te dijera que en un planeta perdido de un sistema solar cualquiera existe una especie sociable, capaz de aprender y resolver tareas, apta para compartir información con sus semejantes a través de un sistema lingüístico, con un grado de adaptabilidad  inigualable y con la habilidad mental de manejar conceptos puramente abstractos, ¿me creerías? ¿Y si te dijera que pertenecer a esa especie es lo que hace posible leer este artículo? 

    Al nacer los humanos son unos desvalidos incapaces de desplazarse, procurarse el alimento e interactuar a plenitud con el mundo que los rodea.  Otras especies no tienen una infancia tan extendida. Mientras para Homo sapiens el periodo de preparación para la vida adulta tarda más de una década, otros animales alcanzan la madurez en la mitad de ese tiempo e incluso menos. Además, una vez alcanzada la adultez los humanos no se han convertido en bestias temibles ni depredadores envidiables. ¿Cómo pudo entonces este primate  desvalido llegar a ocupar la cima de la cadena alimenticia y desde ahí extender su dominio sobre la faz del mundo? 
    Los humanos conquistamos el planeta principalmente gracias a nuestro lenguaje único. Con él podemos compartir grandes cantidades de información y experiencia acerca del entorno que nos rodea, no solo en términos del presente sino también en retrospectiva. Los monos verdes, por ejemplo, emplean un llamado de advertencia cuando hay un águila o un león cerca, lo que les indica qué hacer ante el peligro: si mirar hacia el cielo o subirse a un árbol. Los humanos, sin embargo, pueden hablar de experiencias pasadas con águilas y leones y así buscar soluciones más eficientes al problema de ser cazados. Y esto solo con la palabra hablada. Si agregamos la escritura a este proceso, la cantidad de información que puede ser almacenada y compartida aumenta significativamente. Con la escritura la memoria no depende de la capacidad individual, sino de la calidad del soporte sobre el que se escriba. Así es como tenemos tablillas cuneiformes de más de tres mil años de antigüedad, el tiempo suficiente para que el esqueleto de quien la confeccionó se haya convertido en el más fino polvo. Si vemos las cosas de este modo, este mismo texto no es más que una de esas tantas formas de compartir información. Y el mundo digital es el vástago hiperdesarrollado de la conversación acerca de la básica necesidad de no ser comido.

    Gracias al lenguaje podemos realizar otro de nuestros secretos para el éxito: trabajar en equipo. 
     Piensa por un momento en qué necesitas para trabajar en equipo… Además de una lengua común (como el español o el embera) muy probablemente necesites un
creencia común. Al fin y al cabo ¿cómo cooperar con alguien que no cree en tus valores, en tus dioses, en el dinero o en la idea de nación tal como tú la entiendes?  ¡He aquí la cuestión! Los humanos cooperamos con otros humanos (incluso si son unos completos desconocidos) porque tenemos creencias en común. Y este tipo de consensos son el resultado del don del lenguaje. Gracias a él nuestras discusiones no solo versan sobre leones o águilas, árboles o estrellas, es decir, cosas con una existencia objetiva; sino también sobre entidades que solo existen en la imaginación de las personas, como Dios, la Nación, el dinero o los Derechos Humanos. Y como millones de humanos pueden creer en estas cosas, millones de humanos pueden cooperar en la construcción de una pirámide, en el desarrollo de la tecnología suficiente para llevar al hombre a la luna o a fin de participar en una protesta anti cuarentena o en una protesta anti protestas. 

    El hecho de que podamos cooperar en gran escala es la principal razón de que los seres humanos estemos en la cima de la pirámide alimenticia: no solo no tenemos depredadores propios, hemos llegado al punto de cultivar nuestro propio alimento y domesticar una cantidad nada despreciable de otras especies.  La mayoría de los seres humanos no vive en una sabana, no está a expensas del clima, no tiene que salir a cazar. La mayor parte de la población vive en centros urbanos, donde un ecosistema artificial los protege de la brutalidad de la naturaleza. Es nuestra tecnología lo que hace que nos sintamos seguros frente al medio. 

    Toda esta situación ha propiciado el crecimiento, en la mente de los humanos, de la idea de que son únicos. De que de alguna manera están separados del resto de las especies. De que sus sentires, apetitos y valores son más complejos y en esa medida más valederos que los de cualquier otro ser. De que son el epítome de la creación. Quizá este autoengaño sea suficiente para dar paso a la destrucción de los hábitats del resto de seres vivos, para ensuciar cada río o para imponer una visión de mundo. Pero no tiene nada que ver con la realidad. Al menos no desde el punto de vista evolutivo. 

     Durante siglos hemos fantaseado con la idea de que existen civilizaciones extraterrestres: aliens invasores de inteligencia superior a la nuestra, con la consecuente guerra de civilizaciones. Una de las mejores películas del 2016, Arrival, muestra la interacción entre dos mundos: el de los humanos y el de los heptápedos. Los heptápedos son una especie tan avanzada que puede concebir una realidad no linear en términos temporales. Esta raza se adelanta a los sucesos antes de que ocurran a través del lenguaje. Suena raro sino no has visto la película, lo sé. Pero es solo un ejemplo de cómo hemos transformado nuestra orfandad ecológica en ficciones sobre compañía extraterrestre. Y sí, es verdad que no siempre estuvimos solos. No porque tengamos noticia de vida o civilizaciones más avanzadas que la nuestra en otros rincones del sistema solar,  de la Vía Láctea o del universo. Sino porque hasta no hace mucho no solo tuvimos varios primos incivilizados, como los monos verdes, los chimpancés o los bonobos. Tuvimos asimismo unos cuantos hermanos.

    El secreto mejor guardado del Homo Sapiens es el hecho de que hace parte de una especie biológica con antepasados que le dieron origen y que son también los abuelos y tatarabuelos de otras especies.  Aunque para ser sinceros, este es un secreto a voces. No es que tengamos pocas pruebas de que compartíamos este planeta con seres demasiado parecidos a nosotros, es que no queremos aceptarlas.

     El término especie se refiere a una población de individuos con la capacidad de entrecruzarse dando lugar a descendencia fértil, es decir, capaz de reproducir su material genético. La biología clasifica a todos los seres vivos con un sistema binomial en el que cada organismo recibe una nomenclatura en dos partes: primero el género al que pertenece, luego la especie particular de dicho género. Por ejemplo, El oso de anteojos tiene por nombre taxonómico Tremarctos ornatus; es decir, la especie ornatus, del género Tremarctos.  El oso tiene algo en común con nosotros, Homo sapiens: somos la última especie viva de nuestro género. El hecho es que los sapiens, hasta hace unos 12.000 años compartimos el planeta Tierra con otros humanos de distinta especie, hermanos nuestros, descendientes de un ancestro común reciente. Eso fueron Homo erectus, Homo neanderthalensis, Homo ergaster y Homo denisova.

    Solemos entender la evolución como un proceso lineal de perfeccionamiento graduado, en especial cuando se trata del hombre. Esta forma de entender el proceso da la impresión de que en un momento específico de la línea temporal solo una especie de humano existe. Es una falacia común considerar que Homo erectus engendró a Homo neanderthalensis y que este a su vez dio origen al Homo sapiens. Sin embargo, la especiación sucede en dependencia de las presiones ambientales y un organismo que da origen a otro puede seguir viviendo incluso por miles de años más. Esto no quiere decir otra cosa más que los humanos vivimos gran parte de nuestra historia en compañía de otras especies muy parecidas a nosotros, adaptadas a distintos climas, relieves y condiciones ambientales. Quizá sea el momento de ampliar el término humano: no solo son humanos los sapiens, también lo son el resto de integrantes del género homo.

    Homo erectus, por ejemplo, vivió desde hace unos dos millones de años hasta al menos 108.000. En todo ese tiempo la especie se extendió desde África hacia la península Ibérica y de ahí hasta la isla de Java, abarcando toda Eurasia, en área de unos ¡117 millones de kilómetros cuadrados! El erectus podía caminar erguido, fabricar utensilios de piedra y, tal parece, comunicarse con lo que sería un protolenguaje. La especie tenía una diversidad genética amplísima, lo que ha hecho difícil la clasificación de muchos fósiles y ha dado pie a hipótesis evolutivas interesantes. Los erectus medían entre 1.46 y 1.85 metros y exhibían un reducido dimorfismo sexual: es decir, los machos se parecían bastante a las hembras.

    El caso más interesante de nuestros hermanos homínidos es quizá el de Homo neanderthalensis. En 1856 fue descubierto el primer fósil de esta especie, en en valle de Neander, en Alemania. Durante los años sucesivos, el hallazgo de nuevos fósiles derivó en una percepción errónea de la anatomía de los neandertales relacionada con estereotipos colonialistas: cejijuntos, encorvados y peludísimos, eran la imagen representativa del salvajemente bruto “hombre de las cavernas”, del idiota que se resiste a entrar en civilización.  Era esta la misma representación que se había hecho de los nativos de muchas latitudes en la época, a fin de justificar la expansión imperial de las potencias europeas por todo el mundo. Así, las hipótesis de una temprana separación del sapiens en la línea evolutiva y una completa desconexión con nuestra especie era el consenso general. Sin embargo, a finales del siglo XX todo comenzó a cambiar. Nuevos estudios fueron desmontando la idea del bruto neandertal hasta reconstruir una imagen de la especie que se  parece más a los sapiens modernos que a los simios incivilizados. Los neandertales fueron capaces de organizarse para cazar, implementar técnicas de cocción de alimentos, cuidar a sus enfermos incluso en la vejez y en la discapacidad y de confeccionar utensilios de todo tipo. Y hay más: los neandertales incluso pudieron haberse cruzado con los sapiens y dar descendencia fértil. Se han encontrado poblaciones humanas con genes neandertales en sus códigos genéticos.

    Junto con los neandertales el resto de especies humanas se extinguió a lo largo de milenios, milenios en que coinciden con la expansión de los sapiens por el mundo. Por lo que hay algo de inculpador en nuestra historia: muy probablemente arrastramos a los demás homínidos a la extinción a causa de nuestra intolerancia étnica. Al día de hoy pequeñas diferencias en el color de la piel de las personas han motivado a un grupo de humanos a querer deshacerse de otro u otros, no digamos ya qué habría significado para nuestros ancestros sapiens encontrar en su camino otros seres ya muy extraños para convivir con ellos, pero demasiado parecidos para ignorarlos. 

     


Bibliografía

Lee, S. y Yoon, S. (2018). ¡No seas neanderthal! y otras historias sobre evolución, Bogotá D.C, Colombia: Debate. 

Harari, Y. (2015). De animales a dioses. Breve historia de la humanidad, Bogotá D.C, Colombia: Debate.

 






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