¿Alguna vez leyeron algo sobre el
experimento de la cárcel de Stanford? En 1971 un grupo de psicólogos de la
Universidad de Stanford creó un ambiente controlado, una cárcel, en el que
introdujo a un grupo de estudiantes (que hacían las veces de guardas y
prisioneros) con el fin de estudiar cómo reaccionaban ante este ambiente
externo. El experimento, al parecer, se salió de control porque los estudiantes
se tomaron su papel muy en serio –incluso el director de la investigación
terminó por convencerse de que era el “superintendente” de la prisión–. Tal
indagación se canceló a los 6 días. Los “guardias”, a pesar de ser jóvenes
sanos física y mentalmente, comenzaron a tener conductas sádicas y
comportamientos que humillaban al grupo que había sido escogido como
“reclusos”. Incluso, sus acciones tendían a empeorar por la noche, cuando
creían que las cámaras estaban apagadas. Alguno “reclusos” terminaron con
trastornos emocionales. ¿Qué puede enseñar un raro experimento con este?
A pesar de las críticas, una de
las conclusiones de la investigación fue que la situación fue la que provocó
las conductas de los guardias y no sus personalidades. Parece ser que ante una
situación en la que una persona tiene mucho poder, impunidad y gente bajo su
control va a reaccionar de manera que pueda sacar todo el provecho de aquellos
bajo su mando. Y esto se expresa de muchas maneras, aunque la más tangible es
la violencia.
He mencionado este caso porque
quiero adelantar algunos apartes del ensayo que escribo sobre la novela El sueño del celta de Mario Vargas
Llosa. En las selvas del Congo belga y en las de la Amazonía peruana la
situación era muy parecida a la creada para el experimento de Stanford. Los
colonos tenían total impunidad, permiso para hacer lo que quisieran y una
motivación extra: unas avariciosas ganas de dinero. En consecuencia, los
nativos de África y América debieron sufrir las vejaciones perpetradas por un
grupo de extranjeros (tal como los “prisioneros” del experimento).
Por ejemplo, en Iquitos, capital
de la maquinaria de la Peruvian Amazon Company (PAC), el Gobierno peruano no
tenía ninguna presencia. Y los policías y fiscales eran pagados por la empresa
explotadora de caucho. Esto hacía que los capataces y “racionales” de la PAC
tuvieran completa libertad para explotar, asesinar, mutilar y, en fin, hacer lo
que fuera necesario para que la
producción de caucho se mantuviera al alza. Además, los empleados de
Julio C. Arana, dueño de la empresa, no tenían salarios fijos sino que estos
dependían de cuánto caucho pudieran proveer. También contaban con
bonificaciones si el caucho recaudado un año superaba al del año anterior.
Estas condiciones desembocaron en uno de los exterminios de nativos más grandes
desde la conquista de América.
En el Congo la situación era
parecida. Y tenían el permiso de la religión, que suponía que los africanos
eran paganos y salvajes. Torturar, matar y castigar no eran entonces motivo de
culpa y quienes cometían tales acciones contaban con la excusa de que estaban
haciendo su trabajo y que eran ellos quienes se buscaban sus propios castigos.
Estos temas serán tratados en Entre el horror y la valentía, el ensayo
que preparo. Me parece que se me está yendo un poco de las manos en la
extensión, pero estoy seguro de que será muy fácil de leer y de gran ayuda para
aquellos que quieren leer la novela El
sueño del celta, pero cuentan con escaso conocimiento sobre el contexto
histórico en que están enmarcados los hechos.
Roger Casement fue, sin duda, un
hombre excepcional y arriesgado que encaró las mentiras del colonialismo solo
para morir sin ningún honor en una cárcel de Inglaterra. Leer esta novela ha
sido una de las grandes experiencias de mi vida de lector y espero compartir
este entusiasmo con quienes aún no la han leído. Espérelo pronto, en La Iguana
Lectora.
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