Tengo una queja contra mí mismo:
me distraigo demasiado. Me sucedía antes, cuando era niño, con el televisor. No
dejaba de ver Bob Esponja y mi madre tenía que quitarle cierta parte al enchufe
del televisor y ponerlo en el lugar más alto de cierta repisa. Cuando descubrió
que yo había descubierto ya hacía un buen rato su escondite empezó con un
artilugio más difícil de superar: lo metía en su cartera y se lo llevaba
consigo. Mi mamá tenía que sentarme casi a la fuerza para que yo hiciera las
tareas. Tenía que tomar la correa. Tenía que amenazarme con “no hay más
televisión si no haces las tareas”. Eso si hablamos de mí. Pero también tenía (y
tengo, por supuesto) cierto primo para quien la televisión era un asunto
endémico: si la mamá salía, todos estábamos enterados de qué hacía cierto primo
en su casa, ver televisión. Había, claro, otros distractores. Ningún deporte en mi
caso, a decir verdad. Pero mi vecino escapaba de la tarea y se iba a jugar
fútbol y, cuando saltar en bicicleta se puso de
moda, escapaba para recorrer la ciudad en su bici. A mí me gustaba la
“¡lleva!”, el escondido, las bolitas de uñita. Llegaba con las rodillas sucias de
polvo a casa y dormía aún con el calor que produce correr por toda la cuadra
durante horas. Esos fueron mis principales distractores durante la niñez.
Luego, en la pubertad, jugué mucho X-box;
Gears of war, sobre todo. Pero no
tenía X-box en casa y no estaba hundiendo
botones todo el tiempo.
Hoy parece ser que existe un
objeto que recoge y materializa todos los juegos de mi niñez con el fin
de distraerme: el computador.
Tengo varias historias. Y este es
un asunto complejo. Sé que, por ejemplo, entrar en YouTube es una mala idea si
estoy tratando de escribir algo para la universidad. En otros casos echo un
corto vistazo a Facebook (o bueno, se suponía que iba a ser corto) y termino ojeando fotos, videos o
noticias sobre algo que quizá no me importe, acerca de personas que no me
interesan y con el agravante de que no me enseñan nada. Hay una cierta propensión
en mi cabeza hacia la pantalla. Hacia los colores, los sonidos y las risas de
la pantalla. Tengo una teoría: no se necesita mucho para ver un video o
escuchar una canción. Vemos casi sin ningún esfuerzo y oímos con un esfuerzo
aún más mínimo. No he escuchado en toda mi vida alguien quejándose de que tiene
cansado el sentido de la audición, como sí pasa con el sentido de la vista. Es
por eso que nos gusta tanto, según creo, ver videos en YouTube: no necesitamos
ningún esfuerzo que sea demasiado esfuerzo. Y, esta es otra de mis teorías, los
programas, las películas, los cortos animados, los sketches… no están diseñados para que tengas que pensar mucho. Sólo
necesitas un mínimo (muy mínimo) de atención para seguir una trama que ya es
sencilla y que no te exige casi nada de conocimiento, madurez mental o sentido
moral o crítico. Esto es algo que, por supuesto, no puedes hacer con un libro,
con un problema de matemáticas o física o química. No puedes simplemente
dejarte llevar por tus cortas emociones y sentimientos básicos y vulgares si
lees a Cervantes u Homero. No se puede resolver un ejercicio de matemáticas con
solo verlo (como sucede con el T.V), hay que poner a funcionar las neuronas,
hay que traer recuerdos y resolver acertijos.
Mientras escribo esto pienso en
cierto jovenzuelo amigo mío que juega muchísimas horas (he contado, sin mentir,
hasta ¡doce! horas de juego) frente a la pantalla del computador. Pienso en
cuántos verdaderos procesos de decodificación de datos, resolución de problemas
y de asimilación y aprendizaje de información (cualquiera que pueda llegar a
ser) tienen lugar en su cabeza. Pienso en si no será que una juventud anclada
en un juego on-line no estará
atrofiando su capacidad de discernir acerca de lo que está bien o mal, su
capacidad de ver el mundo con nuevos ojos, su capacidad (y esto se espera de
los más jóvenes) de romper paradigmas, leyes injustas, estupideces de la
sociedad en que vivimos o, simplemente, su maldita capacidad de hacer algo
diferente de comer en el computador mientras charla con amigos que, igual que
él, juegan doce horas seguidas.
¿En qué momento dejamos de ver el
mundo en el mundo y comenzamos a verlo a través de una pantalla? La pantalla
debería abrir nuevos horizontes, pero parece que solo los cierra, limitando al
espectador a permanecer sentado (con el culo bien puesto sobre la silla (nota:
así se pierde nuestro deseo innato de ir más allá viajando) y con las nalgas
planas) en lugar de ir a sentir la brisa por él mismo. Ya se sabe que no es lo
mismo ver el beso que besar, observar los retos que asumirlos, ver un
documental sobre las estrellas que salir a observarlas.
No quiero extenderme más porque,
seguramente, alguien puede estar leyendo estas divagaciones en lugar de estar
preparando su tarea de mañana. La única conclusión más o menos presentable (al
inicio decía “Tengo una queja contra mí mismo”) es la promesa de que no me
distraeré en adelante más de lo estrictamente necesario. Y no solo para poder
ir a terminar de hacer mi deberes académicos sino para ir a terminar de hacer
mi propio mundo.
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderEliminar