¡tum! ¡tum! ¡tum! intenta entrar en la universidad la tanqueta del esmad; rápido, corriendo antes de que arranque, logro arribar al paradero del bus; cliqueo, tecla a tecla, palabras y palabras: quizá, comarca, quieto, casi; y el eterno murmullo en las calles de una ciudad llena de patrullas, lluvia, detalles. Mi vida se trata de correr porque siempre, aunque no quiera, voy tarde. Tarde a clase, al trabajo, a una cita, a un almuerzo. Atravieso la ciudad en el metro: atestado la mayor parte del tiempo y donde, por un acuerdo tácito, los hombres jóvenes tenemos prohibido sentarnos. He tenido semanas en que enseño ocho horas parando solo a almorzar, luego voy a casa a prepararme la cena, luego leo, apenas duermo. Mi cotidianidad está llena de pequeñas tareas y cosas en mente (en medio de los grandes compromisos) que a veces se acumulan hasta rebozar mi propia capacidad. Hace poco descubrí un nuevo estado de ánimo, cuando estás tan cansado que te dan ganas de llorar. No es tristeza, ni melancolía, ni sentimientos a punto de quebrarse; es el agotamiento más físico. Vivir en la ciudad es lidiar con el gas de cada manifestación, con los buses que tardan en llegar, con el compromiso de permanecer escribiendo, con el ruido. Y entonces, el virus.
Mi trabajo consiste en enseñar español a extranjeros. Cada semana me asignan un número de clases que debo impartir, ya sean privadas o grupales. La mañana del lunes pasado tenía un horario lleno de nombres de estudiantes con quienes estaría estudiando esta misma lengua en que escribo. Hacia las tres de la tarde, sin embargo, todas mis clases habían sido canceladas. La mayoría de los extranjeros no tenía planes de quedarse en Colombia durante los próximos meses (tiempo que se presume durará la crisis), y decidieron partir. Trabajé por mi cuenta en clases privadas durante una semana más y entonces se declaró la cuarentena, primero municipal y después nacional. El viernes llegué a casa de mi novia y estuvimos todo el fin de semana cocinando, viendo películas y platicando.
El gobierno nacional cerró todos los aeropuertos y restringió la movilidad a la mínima capacidad, la suficiente para transportar al personal médico. Ayer martes se abrió una pequeña gabela para el abastecimiento, así que subí a mi casa, dejé todo en orden y me traje algunos libros. El bus tardó en pasar. Durante la espera me vi rodeado de unos pocos que usaban tapabocas y las primeras evidencias del desequilibrio social: un gamín intentaba vender una flauta dulce a todos, incluso a la muchacha de los dulces en el semáforo; la negativa era general y una señora le espetó “...si no estamos ganando, ¡qué te vamos a dar!”. A pesar de ser joven, el tipo tenía esa vejez propia de los habitantes de calle, que están todo el tiempo en función de la supervivencia. Harapiento, sucio, oloroso, triste. En últimas intentó subirse a un bus de Bello por la fuerza. Cuando el conductor empezaba a deshacerse de él pasó mi bus.
Acabo de leer que en mi país el número de casos registrados asciende ya a 470, de los cuales la mayoría proviene de población extranjera y personas que han estado en cercanía con contagiados y zonas de contagio. Con lo cual, el virus no se ha extendido al grueso de la población civil (aunque hay voces de que eso podría cambiar). La orden es quedarse en casa. Viviré los próximos días en un pequeño apartamento, rodeado de dos gatos y mi novia. Traje algunos de mis libros pendientes por leer y he estado escribiendo más que nunca en los cinco o seis días de cuarentena que llevo. Al principio me lamenté por mis horas de trabajo, por mi acostumbrado ritmo de vida, por no poder ir a donde sea que yo quiera. Lo cierto es que apenas con poco menos de una semana empecé a formular una idea: volver al crisol de todo lo que amo.
Nota: es bastante evidente que quedarse en casa no es un posibilidad para todos. Desde Rotaract Zona Antioquia queremos ayudar a sobrellevar la crisis para aquellos que no pueden abastecerse debido a la pobreza y la desigualdad. Dejo una imagen por acá para quien esté interesado.