Cuando yo era niño tenía miedo de los perros. He visto como los viejos temores, los de la niñez por ejemplo, nos acompañan el resto de la vida. En mi caso son los perros, pero sé de quienes odian a las arañas o las serpientes sin nunca haberlas tenido cerca. Otro temor que tengo nació hace años. Mientras celebrábamos el día del amor y la amistad en mi escuela un tornado quebró las ventanas, hizo volar el techo y nos llenó de pánico. Recuerdo que en serio pensé que moriría. Un niño de diez años pensando que su tiempo terminó. Lo mismo, supongo, debieron de pensar los otros 30 o 40 niños que estaban esa tarde en el salón. El corredor se inundó. Cuando al fin salimos, porque ya se sabe que los minutos tardan siglos en suceder cuando estás al filo de tu propia vida, el agua corría por las escaleras como si una quebrada naciera del segundo piso del bloque. Bajamos. Y nos mantuvieron sentados un par de horas en una enfermería improvisada. Mi escuela no tenía una enfermería decente ni estaba preparada –supongo que no está preparada todavía– para una catástrofe de tal magnitud. El tornado sacudió hasta hacerlos caer a los viejos árboles. Tiró los cables del electrificado. Dobló las vigas del techo de un coliseo que acababan de terminar. Mató cientos de ardillas e iguanas. Y lo peor de todo, me dejó un sentimiento de intranquilidad que en adelante me acompañaría en los días de lluvia en los que el viento sopla más de lo normal, el agua parece caer infinitamente, los truenos retumban como si fueran el resultado de grietas celestes.
El 29 de octubre pasado fue
miércoles. Lo recuerdo porque cuando la tormenta empezó a descabellarse yo
estaba sentado, intranquilo, en la clase de literatura griega y latina. No
puedes controlar el miedo. La intranquilidad, como dije, venía de lo profundo
de mi cabeza. Del recuerdo de aquella
tarde. Desde la ventana del salón podía ver los árboles tambaleándose
indefensos, sin poder correr a refugiarse. El agua y el granizo caer. Las filas
de carros cubiertos casi completamente por el agua. Los truenos de Medellín son
los más sonoros que jamás he oído, su fuerza es tal que incluso el corazón
siente las vibraciones que el ruido deja en el aire. Son peores que las papas
bomba de los capuchos y más impredecibles.
La clase terminó. La lluvia
también, aunque no sus consecuencias. En la mañana había tomado la bici como
medio de transporte, según mi costumbre. Ahora era imposible transitar entre
los carros. Y tenía miedo de que lloviera de nuevo, de que una moto me arroyara
o de resbalar y quebrarme un hueso. El tráfico avanzó muy muy lento. Y cuando
pude asomarme vi el puente de Punto Cero inundado. Por eso el tráfico tan
lento. El agua había llenado toda la parte subterránea como si fuera una
piscina hondísima de agua sucia. Así que en desvié tomando una acera. Pedaleé
con más precaución que de costumbre. Y en el camino vi la fragilidad de la que
somos parte. La lluvia podrá siempre doblegar nuestra voluntad, por más fuertes
y enormes autos que construyamos. La gente estaba estancada. Con miedo de
perderse en medio del tráfico o de ensuciarse las botas del pantalón en los
charcos de lodo en que se habían convertido las aceras. La naturaleza, es
decir, el clima, las corrientes de agua, los animales; en una hora sumió a la
enorme ciudad en la ruina y el caos. Y sus ciudadanos (como yo) se encontraron
vencidos ante la imposibilidad de regresar a casa.
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