Cuando estaba en noveno tenía una
novia. Su nombre era raro así que todos le decíamos Ali. Aún es una tipa
bajita, culoncita y tierna, como entonces. Acontecía el año de los
quinceañeros, esas fiestas ridículas y pomposas, cuando no totalmente
prescindibles. Pero que en ese momento fueron la sospecha de la culminación de
algo, aunque, todavía hoy, no sé de qué.
A una de sus amigas se le ocurrió
la maravillosa idea de invitarnos. Por supuesto, sería yo el parejo de Ali,
cosa que hacía que mi sangre fluyera más rápido por todo el cuerpo. Además,
como pronto se convirtió en moda, la fiesta habría de tener un tema, que fue,
al menos en parte: los años 60. Los sesenta de los gringos, por supuesto.
Llenos de música de The Beatles, botas anchas, lentejuelas, mujeres con la
mirada perdida y hueca, y otras cien pendejadas. La amiga era feísima, como telenovela
mal editada. Pero sus padres eran, sino ricos, casi. Porque la fiesta iba a ser
muy grande, con muchos invitados. Cosas que hacen las feas para ganarse algunos
puntos.
En fin. Mi madre se había ido de
casa y sin su concejo hice lo peor: consultarle a mi abuela. Supongo que mi
pobre abuelita tenía buenas intenciones, ya saben, lo natural en este tipo de
situaciones: ella iba a pagarlo todo. De modo que días antes de la fiesta
fuimos a una de esas casas de alquiler de disfraces. Atendía una señora gorda,
que no paraba de sonreír y que fue muy diligente. Primero trajo un libro de
fotos con modelos fornidos y tipas intentando, sin mucho éxito, imitar la mirada perdida de la que les hablé.
Repasó algunas páginas y se detuvo en un traje que le parecía <<perfecto>>
para mí. Me miró desde los pies hasta las cejas y se dirigió a la parte trasera
del almacén. Luego apareció con varias combinaciones del traje que ya habíamos
visto para que me las probara. La verdad había una diferencia interplanetaria
entre las vestimentas de las fotos y las que ella sostenía, que estaban sin
duda más ajadas, sucias y al parecer, hechas al ojo, a partir de las fotos.
Miré a mi abuela y ella iluminó sus ojos y peló los dientes como diciendo: <<perfecto>>.
Tenía pocos amigos y aún es así.
No me gustan las fiestas y venido a concluir que odio los sesentas. En el
colegio no me cascaban porque nunca me dejé, pero casi. Y no pienso tener hijos
para ahorrarles situaciones tan incómodas como cuando la señora redonda de la
tienda de disfraces te ve los calzoncillos de cuadros o las tetillas peludas.
De cualquier modo, al que no nace no hay que educarlo, ni alimentarlo, ni nada.
Salimos de ahí, pero yo resolví que mi abuela trajera el disfraz ella sola para
no verle la satisfacción del ridículo ajeno en la cara de la, ahora, vieja de
la tienda de disfraces.
El taxi vino por mí tarde. El celular no dejaba de convulsionar por las
llamadas entrantes, pero no iba a contestarle a Ali para echarle el embuste de
que ya estaba llegando. Con ella quería ser noble. Lástima. Pero bueno,
describo el traje que llevaba puesto: unos zapatos de tacón demasiado
lustrados, brillantes; pantalón negro que tenía mis nalgas y muslos sin una
gota de sangre y, más abajo, las botas en campana infaltables. Una tía trajo
unas gafas oscuras y grandes que de seguro halló en su baúl de los recuerdos.
La camisa era de una tela delgada y fina, roja con los botones del pecho
abiertos. El resto era perfume, gel para el cabello y actitud.
Llegué a las diez y media y justo
antes de entrar contesté el celular. Ya estoy aquí, le dije a Ali antes de
colgar. Le mostré la invitación al tipo que estaba en la puerta. Pausa. Este es
un momento crucial. Ahí debí volver sobre mis pasos, llegar hasta el taxi que
aún no se había largado y pedirle que por favor me llevara a mi casa, y luego
inventarle alguna escusa a mi noviecita. El man de la entrada me miró justo
como lo había hecho la gorda de los disfraces. Su cuello se inclinó hacia atrás
y por ende su cabeza, frunció las cejas y exhaló un pequeño viento por la
nariz: me miró raro. Volvió sobre la invitación, ese pedazo de papel, y sin más
remedio me dejó pasar. No me di cuenta de que es tipo me había mirado así sino
hasta hace poco cuando decidí repasar la historia. Es decir, si él hubiera
estado viendo gente vestida de los años sesenta, al llegar yo, casi de último
lo comprendería puesto que todos los demás estaban vestidos como viejos. Pero
no, las hormonas no solo ciegan sino que vuelven bruto, sin partidas ni
finales, ni acción-reacción, ni consecuencias. Ahí estaba yo caminando por un
corredor lleno de plantas, cubierto de espirales plásticas brillantes y confeti
en el piso. Al final, justo al lado de la entrada un foto de la quinceañera.
Una obra de arte dadas las magnitudes escalofriantes usadas en la fotochopiada.
Desde donde podía sentir el aire acondicionado que se escabullía por debajo de
la puerta.
Entré. Fue como llegar al salón
de clase: todos se voltean a mirarte. Caminé algunos pasos girando el cuello en
busca del pelo negro y ondulado de mi novia. Pero en ese proceso vi lo peor.
Todos estaban vestidos como en cualquier fiesta. Algunos con yines incluso,
otras con vestiditos cortos y ajustados y carteras miniatura. Nadie, excepto
yo, tenía nada de los putos años sesenta. Algunos empezaron a reírse antes de
que ubicara el asiento. Y mis amigos casi se ahogan de tantas carcajadas cuando
me senté en la mesa, al lado de mi avergonzada novia.
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