Cuando mis padres se divorciaron, me fui a Medellín. Antes de ser el mejor estudiante de la promoción, antes de sacarme la beca del gobierno, antes de abrir mi aparición en la ciudad con un premio literario local, yo había sido segundo lugar en el concurso de matemáticas del Atlántico. Tania Molina, tan pobre como inteligente, me había dejado atrás por dos puntos. La premiación fue pública y los jurados leyeron en regresiva los puestos ganadores. Cuando llegaron al segundo, yo tenía los ojos cerrados y susurraba: “…no digas Ulises, no digas Ulises, no digas Ulises…”.
- -¡Ulises Peña! ¡Segundo lugar!
Maldije. Para empeorar, tenía claras cuáles eran las dos preguntas que había respondido mal, habíalas repasado en mi mente y encontrado el error. Miré a Tania sonreír junto a su familia. Mi mamá sabía ya qué se gestaba en mi interior al voltearse hacia mí. Ni siquiera intentó consolarme. A partir de ahora mi determinación fue absoluta: si no podría ser tan inteligente como Tania, al menos sería más estricto conmigo y lucharía por emular los dones que no había heredado. Al año siguiente era yo el que posaba frente a los recién graduados con el cartón del primer puesto del ICFES. Tania estaba feliz por haber ocupado el segundo lugar, una posición que me hizo perderle el respeto. Por entonces esas cosas me importaban. Con el puntaje que había obtenido podía aspirar a una carrera cara en una universidad privada, pero en realidad mi prioridad era salir de Barranquilla. Opté por un cupo en la Universidad de Antioquia, estudiaría para ser docente de idiomas y les ahorraría a mis padres la discusión sobre quién iba a quedarse conmigo. Tenía dieciséis años.