sábado, 26 de junio de 2021

Cine reseña: El olvido que seremos

 


El olvido que seremos
2020

136 min

Fernando Trueba



La razón para no llorar anoche con la película fue que había llorado ya con el libro. Y esta ausencia de llanto ni siquiera era un descubrimiento: ya antes me había pasado, hace años, cuando fui a ver Carta a una sombra (2015). No se trata de que como lector (y ahora como espectador) me haya acostumbrado a la narración de los hechos a fuerza de “saberlos”; es solo que hay reacciones tan espontáneas en la vida que no pueden tener lugar dos veces. Pero, dejando a un lado la emoción, habría que comenzar por comentar que, al contrario de lo que ha sucedido con otras historias concebidas en el entorno literario y luego adaptadas al formato audiovisual, El olvido que seremos no se siente como una repetición cacofónica de un relato, sino como una exploración del nuevo formato, que respeta la historia, sin pretender condimentarla o exagerar en su paso a la pantalla. En esto se diferencia, por ejemplo, de Sin tetas no hay paraíso o Rosario Tijeras

 

En El olvido que seremos encontramos el relato de los años previos al asesinato del profesor Héctor Abad Gómez. La película inicia con el joven Héctor Abad Faciolince en Italia, por la época en que estudiaba literatura y en un blanco y negro que contrasta con la vivacidad de los colores del inmediato flashback a la infancia del escritor. La saturación en la imagen y el tratamiento que se ha dado al color recuerdan un poco a otra película colombiana, Roa (2013), en donde los colores de la capital habían sido resaltados a fin de contrastar con la idea generalizada de una Bogotá lúgubre. La película va mostrando los sucesos más relevantes de la infancia de Héctor hijo y de la familia Abad Faciolince: la visita del doctor Sanders, las vacaciones en la costa, los problemas económicos, la muerte de Marta y el nacimiento de la siguiente generación. Aunque es imposible no tener presente la memoria del libro (pienso en esos otros pasajes que la película no aborda, por ejemplo), no quisiera entrar en la comparación y, de hecho, solo lo menciono para introducir un acierto fundamental de la película: el guión. A pesar de que por momentos suene un poco  impostado en los diálogos de los personajes, hay que celebrar que la película ha sabido interpretar lo que en el libro son anécdotas familiares para transformarlas en  una puesta en escena dinámica de conversaciones, cenas  y reuniones con otros personajes que narran el mundo en que se desarrolla la trama.

 

La película ficcionaliza una verdad histórica que aún pesa sobre Colombia, así tal que no ha podido estrenarse en el país en un momento más crucial para advertir las intersecciones entre realidad y ficción. Ver la película es un reencuentro estético con la noticia diaria de los desaparecidos, la resiliente violencia, la infección ideológica que ha dado permiso a los tantos grupos armados y al Estado mismo a borrar en forma simbólica y física a todo disidente: por ateo, por “comunista” (esa maldita palabreja asusta bobos), por marica, por sapo. Espero no ser desesperanzador cuando digo que asusta ver cómo los ciclos de violencia se convierten en una espiral reciclada de malentendidos y de afanes por “salvar” la “patria” asesinando a quienes en uso de su razón defienden la vida, los derechos, la democracia, la libertad. 

 

Hector Abad Faciolince ha emprendido una labor de memoria nacida de su propio deseo, de su experiencia y dolor, pero creo que en el proceso ha develado un padre que ya no solo le pertenece a él, que ha extendido su palabra a otros que nada tendríamos que ver con él sino fuera por haber leído o, ahora, visto El olvido que seremos. No solo lloré cuando leí su muerte en esos capítulos finales del libro (anoche en la sala del cine hubo no pocas narices escurridas también), se me aguaron los ojos en otro de los pasajes del libro. Yo estaba en la playa a principios de este año, con el corazón roto, sin trabajo y con el porvenir cerrado cuando leí la respuesta a una carta que Héctor hijo le había enviado a Héctor padre: 


“Tu preocupación por la dependencia económica prolongada me recordó mis clases de antropología, en donde he aprendido que mientras más avanzada es una especie animal, más largo es su período de niñez y adolescencia. Y creo que nuestra especie familiar es bastante avanzada en todo sentido. Yo también dependí hasta los 26 años, pero nunca tuve preocupación por ello, para hablarte francamente. Puedes estar seguro de que mientras continúes estudiando y trabajando como tú lo haces, para nosotros tu dependencia no será una carga sino una agradabilísima obligación que asumimos con muchísimo gusto y orgullo”.


No creo que otras palabras me hubieran reconfortado mejor.