“Las comparaciones son odiosas” o “cada quien es talentoso a su manera” decimos. Y, claro, que a uno le pregunten algo como “¿por qué no eres así y asá como Pepín?” molesta. Pero a la larga siempre comparamos, evaluamos y emitimos juicios, aunque sea solo en el interior de nuestra cabeza. No es igual la sopa de mi tía que la de mi mamá, ni la manera de besarme de mi novia comparada con la de mi ex, ni la forma y la velocidad con que este chico aprende respecto a la de aquel. Cada una de estas cosas puede (o no) ser más chévere que la otra, dependiendo. Y lo sabemos. En el fondo susurra la idea de que esto que pruebo, siento o veo podría ser mejor. A mí me sucede algo así entre unos libros y otros. Y, recientemente, tras la lectura de un autor en particular: Manguel.
Este año decidí por fin terminar de leer Una historia de la lectura. Desde el inicio de la carrera quería saber qué decía, porque el profesor de una materia llamada Lectura y escritura como prácticas culturales (o algo así) siempre lo citaba. Pero desde que lo compré tardé dos años en encontrar el momento para leerlo. De eso hace un par de meses. Ahora estoy leyendo otro libro de Manguel: Curiosidad. Una historia natural. Casi llegué al final y al tiempo que voy acabando sus últimos capítulos he comenzado con otro: La tabla rasa, de Steven Pinker. Pero no es igual; es decir, la prosa no es igual. Y aunque son odiosas, he aquí una comparación.
(En realidad, no es una comparación en sentido estricto. No es que quiera enfrentar ambos libros en un aspecto particular compartido por los dos. Es más bien una situación mía, que quisiera mostrar quizá para enterarme de que no soy el único al que le sucede).
La prosa de Manguel es ante todo amena. El lector se desliza ante las historias, las razones y los argumentos como en una mansa corriente de perfección ensayística. Ni te das cuenta cuando pasas de pensar en otra cosa porque los cambios de temática son sutiles y organizados de tal manera que trazan una ruta fácil de seguir para los ojos del lector y de su pensamiento. Manguel es erudito, pero no cansón; y profundo, pero no a base de frases estiradas y palabras que parecen el monstruo de Frankenstein de la morfología. La historia del ensayo narrada por Jaime Alberto Vélez en El ensayo entre la aventura y el orden encaja con Manguel. Para aquel “En su desarrollo, este género cultivó y llevó hasta su más alto grado una virtud que terminó por volverse consubstancial a la naturaleza misma del ensayo: su carácter estético. Una verdad sabida, en la literatura inglesa, establece que el gran ensayista debe ser, al mismo tiempo, un gran escritor”. Manguel lo es. Aunque no he leído sus novelas (que parece que ha publicado varias) tengo que decir que Una historia de la lectura avivó mi pasión por los libros. Y lo hizo de la manera más sencilla. A los humanos nos gustan las historias, sentir que somos parte de algo y construir comunidad. Esta es la razón por la cual la religión es tan difícil de erradicar: porque no solo se usa para explicar la causa de las cosas que nos suceden, sino que nos dice que somos parte importante de un todo hecho de otras personas con las que compartimos creencias. En el terreno de los libros, por otro lado, a mí cada capítulo me sugirió que no estoy solo. En cierto sentido el lector suele dar la espalda al mundo y crear una felicidad que no es compartida (es tal vez por esto que a veces el leer es visto como un acto disidente y rebelde). A lo largo de la historia, sin embargo, los lectores han creado hábitos, manías y, ¿por qué no?, vicios compartidos. La forma en que leo y en que asumo lo que leo tiene repercusiones bastas no solo en la interpretación sino en también en los actos consecuencia de la información que los libros contienen. No es lo mismo leer La Biblia como la palabra exacta de Dios que como un relato mitológico. Sencillamente esas lecturas discrepan en todos los niveles interpretativos. De modo que cuando me entero de que al leer soy parte de una herencia cultural que ve su propio cuerpo y se alimenta en reciprocidad consigo misma, me alegro.
Como en una buena relación amorosa que dura años, me acostumbré a Manguel. Tanto que me sentí extraño cuando comencé a leer a Pinker. A pesar de que Steven Pinker es una completa autoridad, una rock star del mundo intelectual y es citado en muchos otros textos, su prosa no lleva el encanto ensayístico de la de Alberto Manguel. Se podría decir que una obvia razón para esta diferencia es el contenido de que ambos hablan: mientras uno habla de literatura, historia y filosofía el otro se concentra en la ciencia, la psicología y la lingüística. Pero este argumento se cae al poco tiempo de haberlo concebido; al fin y al cabo, todos conocemos libros aburridos, pesados o arrogantes sea cual sea su temática. También podríamos atender al idioma en que fueron escritos. Manguel, al escribir en español, se siente más cercano, mientras Pinker, al hacerlo en inglés, se distancia de la percepción estética de la lengua propia del lector (o sea, yo). Sin embargo, ambas publicaciones son traducciones del inglés. Es decir, el original está en el mismo idioma para los dos autores.
Lo que sí que puede pasar es que los formatos son distintos. No quisiera decir género, porque es un concepto problemático, pero es evidente que las intenciones de cada autor varían y esta variación es el principio condicionante del formato en que los textos se escribieron. La divulgación científica exige un orden de ideas, un desarrollo específico y una genealogía de argumentos que constituyen la defensa o la ilustración de un o varios temas . Pinker tiene un objetivo claro en La tabla rasa, explicar “(...) los tintes morales, emocionales y políticos que el concepto de la naturaleza humana entraña en la vida moderna”. Manguel no es tan claro. El texto se abre con una explicación de su índole: “Tengo curiosidad sobre la curiosidad”. O sea, no hay intención de ser esclarecedor sino de poner a funcionar los circuitos de las ideas. Todo deviene en una prosa, en una forma de escribir que es distinta. Mientras Manguel discurre en metáforas, experiencias vitales, historias, referencias… Pinker tiene que atenerse a ser concreto, claro, sin ambigüedades en sus ideas ni en la defensa de sus principios. He aquí la razón, el avance de la ciencia y la discusión de los principios.
A pesar de todo no puedo de dejar de notar una característica muy propia de los seres que poseen un lenguaje. Que no nos importa tanto lo que nos dicen sino cómo nos lo dicen. Que toda temática invocada por medio de la palabra está sujeta al orden y las características de esas palabras. El lector crítico intenta conocer los trucos semánticos y gramaticales de quien emite un mensaje: es así como no deja que lo engañen con facilidad. Sin embargo, esta capacidad también convierte en un deleite el párrafo bien escrito al igual que las ideas bien planteadas. La cadencia (incluso en la prosa) perdura más en la mente del lector que lo informativo. Esta es la razón por la cual según Jaime Alberto Vélez los ensayos de Montaigne no pierden vigencia, porque a pesar de plantear en ocasiones ideas con las que hoy nadie podría estar de acuerdo pretenden “ (...) entablar una conversación con el lector, mientra otros escritos cercanos a este género [el ensayo] parecen dirigirse a una academia, a un comité de expertos o a un juez inapelable”.
Todo esto para decir que, en comparación, me gusta más Manguel que Pinker.
II
Hace no poco que me pregunto cómo nace un lector. Es decir, ¿qué tiene que suceder para que alguien dedique parte de su tiempo a leer libros? Y con esta pregunta no solo he querido responder una curiosidad personal, sino también encontrar las bases de un adecuado planteamiento pedagógico, político y educativo en favor de la lectura y la cultura escrita. Supongo que lo más natural sería hacer una introspección. Comenzar por describir mi propia historia como asiduo visitante de bibliotecas, comprador de libros, habitante de ficciones. Leer es algo tan natural e íntimo para mí que se me escapa el supuesto tedio que para la mayoría son los libros. No digo que esté mal no leer. Cualquiera puede no hacerlo de la misma manera en que yo he decidido dedicar mi vida a ello. Pero nadie puede negar los beneficios de la lectura. Leer libera.
No recuerdo cuándo aprendí a leer. No tengo ninguna memoria de momento alguno en que se me revelara el significado de las palabras. Supongo que aprendí como todos los niños que fueron a la escuela pública a principios del milenio: con abecedario, tareas extensas y, en mi caso, unos cuantos buenos golpes de mi mamá. Pero no fue sino hasta la pubertad en que los libros se me convirtieron en algo imprescindible. A esa edad, a los trece o catorce años, me impulsaron un amigo lector, una profesora que leía en voz alta, un afán por saberlo todo, junto con la necesidad de estar en todas partes y asistir a todos los eventos culturales de la ciudad en que nací. A partir de entonces comencé a crear hábitos que ahora me definen como lector y como persona. Además del (a veces llamado) vicio de leer, hay otras cosas que los lectores hacemos. Responder la pregunta por el devenir de alguien en lector podría ser extenso; de hecho, lo es. Sin embargo, una vez creado el ratón (y en ocasiones rata) de biblioteca, sus hábitos lo definirán en adelante. He aquí un arbitrario y pequeño recuento de ellos.
En público, tengo un gran interés por saber qué están leyendo los demás. Me pasa sobre todo en el metro. Entre una estación y otra siempre hay alguien con un libro despertando mi curiosidad. Los lectores quizá noten que empiezo a husmear sus portadas o, si puedo, leer las palabras de la página en que tienen la vista puesta, como para reconocer algo de un libro que yo haya leído ya. El libro es como una prenda: nos define. Este afán nace quizá de una pretensión por precisar a los demás en función de qué leen y saber si me reconozco en ellos o no.
El mapa de mi vida intelectual lo marca mi biblioteca. He tenido tres en toda mi vida, cada una siempre más grande que la anterior. En la última que compré aún sobra espacio, pero sé que no por mucho. Y también sé que pasarán apenas un par de años antes de que deba cambiarla por otra o adjuntarla a un nuevo mueble para mis libros. Sin embargo, si alguien entrara a mi habitación y preguntara “¿Has leído todo eso?” tendría que decir que no. No sabría puntualizar las estadísticas, pero lo cierto es que en mis estantes tengo muchos libros que no he leído. O que he leído a medias. O que definitivamente no leeré, mas no quiero deshacerme de ellos. Y eso es porque uno siempre compra más libros de los que está dispuesto a leer. Parece pecado entrar en una librería sin llevarse nada al final, luego de haber caminoteado por horas ojeando lo que no se iba a comprar. Todo libro que llega mi casa tiene que esperar antes de ser leído, y a veces años. Compré muchos libros en una rara época de abundancia, los guardé y después me desentendí por completo de ellos. La obvia consecuencia fue que luego ya no sabía de dónde habían venido. No tenía ni idea de en qué momento habían llegado ni, en primer lugar, por qué estaban ahí. Así que a partir de cierto punto empecé a anotarlos. “Este libro fue comprado la tarde del 25 de julio de 2019. Costó 85.000 pesos en la librería Resplandor del centro comercial Unicentro” reza mi última adquisición bibliográfica: La tabla rasa, de Steven Pinker. Es una manera que tengo de recordar cuáles eran las circunstancias de mi vida cuando compré cierto libro. Mi biblioteca me pertenece tanto como yo a ella. Es una vida de lectura, pero también una de recuerdos y anhelos condensada en un conjunto de espacios cuadrados.
En un principio tenía mucho respeto por los libros. Sentía que nadie debía ensuciarlos, rayarlos más que con un tímido lápiz ni arrugarles las hojas. Y sigo teniendo esta misma consideración con libros ajenos o de la biblioteca. Pero no con los míos. Los míos los he comprado para hacerlos parte de mi vida, para concederles un lugar en la escalera del conocimiento. Y por ello no puedo mantenerlos aislados de la cotidianidad del ajetreo en el bolso, la cena mientras leo o escribo, los rayones, las notas, los post-its y la suciedad de los dedos al ir pasando las hojas. Saber que he leído un libro es saber que ha pasado por todas mis situaciones (a veces miserables). Además, los libros, con todo el componente semiótico de su materialidad, no son más que objetos. El verdadero libro leído se lleva es en la memoria.
III
Todo, todo, todo lo quiero saber.
Fernando Vallejo, Los días azules
Fernando Vallejo, Los días azules
Citar a Borges es un cliché de los grandes, pero voy a permitirme hacerlo en este caso. No se me ocurre otra referencia para esta idea que tengo en la cabeza.
La biblioteca de Babel expresa el sentimiento compartido por todo lector de que nunca es suficiente. Sin importar cuánto leas, las estanterías y los cubículos de lectura siempre se extenderán infinitamente, como en una colmena, unos tras otros. El edificio imaginado por Borges es una sucesión de espacios personales en donde las combinaciones de las palabras y los signos de puntuación dan lugar a numerosos libros accesorios y sin sentido. Sin embargo, aquellos libros que sí tienen sentido son demasiados para leerlos. La biblioteca es el universo mismo, que existe al tiempo que se traduce en letras o que lo hace porque está escrito, precisamente. Según la interpretación que necesito para este texto, el cuento muestra la vastedad del conocimiento acumulado en los libros. Y la imposibilidad de leerlos todos: “Como todos los hombres de la Biblioteca, he viajado en mi juventud; he peregrinado en busca de un libro, acaso del catálogo de catálogos; ahora que mis ojos casi no pueden descifrar lo que escribo, me preparo a morir a unas pocas leguas del hexágono en que nací”. Y eso que Borges no tenía Internet.
La lectura de ciertos autores me ha despertado una motivación sin precedentes por querer saberlo todo. No sé qué tan curioso fui de niño, pero hacia el final de la adolescencia, justo cuando empecé mi accidentada carrera universitaria, tuve ganas de conocer. Parte de mi biblioteca es una colección de notas (en libretas, papeles sueltos, blocs) que no desecho porque son la prueba de que he leído. Mis notas además de una estrategia de estudio son objeto mismo de consulta. Vuelvo a ellas tanto para encontrar quién fui en cierto momento como para recordar un concepto, una bibliografía o un conjunto de ideas sobre algo. No sé si es así como trabajan y se organizan autores de renombre como Fernando Vallejo. Quien antes de ser el viejito amarguetas de los micrófonos era un erudito. Su curiosidad lo llevó a consultar y escribir sobre el misterio de la vida, el mundo material y la biografía de tres autores nacionales. No he conocido nadie tan intelectualmente versátil como él en Colombia. Incluso, hay un libro suyo que por respeto no he leído, Logoi. En él el autor condensa las posibilidades estéticas del lenguaje literario con el recuento de las figuras que este utiliza para existir. Parte de la idea de que existen dos lenguas disociadas y con poco en común: la lengua hablada de todos los días y el lenguaje literario de los libros. Tengo el volumen en casa, pero nunca he pasado de la introducción y el primer capítulo sobre la aposición. Y es porque sé que leerlo completo comprendiendo todo el contenido tomará tiempo. Sus citas, sus notas, sus ideas son un mosaico de la literatura (no solo española sino también en inglés, griego, francés, latín e italiano) que exige preparación y paciencia. Es un libro que, como otros, irradia vértices en direcciones que no siempre es posible seguir en su totalidad, pero que marcan el camino de la curiosidad de todo lector. En cierto punto los libros empiezan a establecer conexiones entre sí; lo que equivale a decir que se solapan sus ideas, sus citas, sus bibliografías y rutas de conocimiento. Y este salto bibliográfico demarca el sentido de una vida intelectual, convierte una condición innata de todo sapiens, la curiosidad, en un estilo de vida.
De todo aquel imperio de citas, libros y, ahora con Internet, videos y páginas web, wikipedia y el maestro de la vida YouTube voy quedándome con lo que me resulta esencial. Busco una cantidad inmensa de información sobre temas que surgen por la universidad o por interés propio, pero he notado cómo me he ido quedando con algunos libros que me son fundamentales. El centro hexagonal de mi propia biblioteca de Babel es privado e íntimo, es la piedra angular de mis convicciones y se encuentra en medio de la parte más visible de mis estanterías. Tengo afán por leer todo, pero en caso de que no pueda (y seguro no podré) allí estarán mis libros fundamentales aguardando una merecida relectura cada año, cada lustro, cada década.