El calor es un dios omnipresente,
ubicuo. Se le puede hacer trampa con aires acondicionados y abanicos para
escapar de él. Aunque es sabido que no se ponen aires y abanicos en todas
partes, por lo que, al fin y al cabo, uno termina rindiéndose al abrazo del
sol. El calor enerva, desespera. Lo primero que sientes al llegar a
Barranquilla no es una cumbia, ni un picó, ni un arroyo, ni una mototaxi, emblemas
de la ciudad. Sino la bocanada de los 38 grados. Te bajas del avión y ahí está.
Es un esto es lo que te espera.
Aquí amanece con una temperatura
agradable. El alba apenas ilumina las calles, a los muchachitos que pasan yendo
a la escuela y a quienes van al trabajo. Nada nos hace anticipar, en esta
mañana tibia, que un bravo sol de mediodía va a descargar sobre nosotros su
furia dentro de poco.
A las diez la temperatura subirá hasta
alcanzar su grado máximo cuando la estrella se haya colocado en el centro del
cielo. Entonces toda la ciudad resplandecerá por los rayos del sol y el sudor correrá.
El sopor va a ser insoportable hasta cuando desde el cenit el sol empiece a
ponerse. Esas horas entre tanto son las más calientes. Todo enerva. Todo
produce más calor. Por ejemplo, en Medellín necesito hacer un par de vueltas
para sudar y calentar mis músculos cuando hago deporte. Aquí en Barranquilla
basta con andar unas pocas cuadras en trote y en cualquier dirección para
sentir que de las tripas exhalo fuego a todo mi cuerpo. Esto no se limita al
deporte. Todo produce la misma sensación: comer, vestirse, caminar, tomarse la
sopa. En las horas del día en que la gente trabaja el cielo hace lo suyo:
calienta.
Espero un bus en la 72 con 38.
Voy a casa de Diego, viejo amigo. Son las 12. Venía cubriéndome del sol con la
mano como visera y me escampo en un paradero. Estoy empapado. El sudor brota
por mi frente, por mi espalda, por mi cuello. De todos modos sé que en realidad
brota por todos los poros de mi cuerpo. Tengo un boli de tamarindo en la mano,
lo voy sorbiendo. Hay unos niños con su madre que también compraron unos. Ríen.
La temperatura obliga a que la calle se ponga desierta y a que todo brille.
Pasa un señor con la camisa de cuadros pegada al cuerpo y mojada con su sudor.
Es el ícono de la ciudad: camisas empapadas. Ya casi llega mi bus. Me subo y es
un horno.
Cuando el sol desciende es un
alivio. Las tardes de la ciudad son dignas de apreciar sin prisas. El cielo
enrojece. Las nubes parecen migrar impulsadas por el viento. Los colores que
antes resplandecían ahora son ocres. Ya no hieren los rayos del sol. Apenas tocan
la piel.
Estoy sentado frente al mar,
viendo como el sol se oculta. Diríase que se apagará en el agua del mar al
hundirse en ella. La luz se va volviendo cada vez más roja y menos amarilla. Es
la hora en que el astro da paso a la noche. El momento del día que quienes
dicen “cuando baje el sol…” han
esperado. La sensación de estar a punto de bullir se disipa, vuelve la calma.
A las 4 o 4 y media se va el
calor bravo. La tibieza de la mañana vuelve. Desde la terraza del apartamento
de mi papá veo como la gente regresa a su hogar con la luz del crepúsculo. No
ya sudorosos sino secos. Sin cara de estar agotados, sino satisfechos de otra
jornada. Vivo en un barrio que conecta El Silencio con La Manga y San Felipe.
De modo que observo las personas ir hacia sus casas cuando pasan por este punto
obligatorio. Gritan, ríen, se burlan; las madres regañan a sus pequeños hijos.
Todo vuelve a comenzar. De lo ardiente a lo tibio.
No amo el calor. Sí disfruto, en
cambio, pasar las vacaciones en la costa, con mi familia. Tengo que decir que
no me gusta aquella frasecita muy cachaca que mencioné al inicio no solo porque
sea repetitiva, cliché y predecible. Más bien me molesta porque reduce a toda
una región (esa que está a 0 metros sobre el nivel del mar) a unas cuantas
palabras. La costa es el mar que se junta con el río, es la Sierra, es el
desierto de la Guajira, es las personas, es selva tropical, caimanes e iguanas.
Es un montón de cosas que no se pueden reducir en “Qué calor”.