¿Vivimos en un mundo donde sea
posible pensar; alzar la vista, mirar a la nada absortos en las ideas que
fluyen en alguna parte de nuestro cerebro? Obviamente no. Para pensar se
necesita el silencio, la ausencia de demasiado ruido, la calma.
El silencio, en sentido estricto,
no existe. Siempre se está pensando algo. Para el lenguaje, el silencio
signifia la muerte. Si desendiéramos más allá del fonema, si intentáramos
segmentarlo en una unidad más mínima solo hayaríamos el silencio.
Se ha dicho que algunos vacíos en
los que no hay música en ciertas composiciones (silencios) hacen también parte de
la música. Una vez escuché (o leí) la historia de que Meira del Mar había
olvidado parte de un poema suyo en medio de la recitación. Uno de los asistentes del
público la alentó diciendo algo como “no te preocupes, Meira, tu silencio
también es poesía” y la multitud estalló en aplausos.
Como el silencio es la muerte,
podríamos acercarnos a lo más tranquilo, a lo que más se le parezca. Una noche
en medio del campo. Una palaya desierta. Un bosque a medio día. Una biblioteca
(aunque también es cierto que cada vez tenemos menos silencio en las
bibliotecas). La media noche de un
pueblo. Permanecer algunos segundos bajo el agua. En todos estos lugares el
silencio se manifiesta y tiene unas pocas interrupciones, no desagradables: las
hojas movidas por la brisa, la bruma de las olas rompiéndo contra la arena o
contra sí mismas, el canto de un pájaro, el sonido de vuelta de una página, el
ladrido del perro vecino, el sumbido de la sangre en los oídos.
En cambio, en las ciudades no
nunca un jodido minuto de silencio. Vivimos, en Medellín por ejemplo, en casas
que están muy juntas unas de las otras. Mientras escribo puedo sin problemas
distinguir toda un lista de ruidos: el niño que pasa corriendo (y, como no, gritando),
la moto que acelera a la vuelta de la esquina, el eco del vallenato de quién
sabe cuál vecino, el murmullo del noticiero de la casa de en frente, el perro
que ladra, la sirena que pasa, un motor a lo lejos, un ranchera, voz de mujer,
más música, un grito.
Lo anterior es apenas un corto
conteo. A todo esto habría que sumarle los pitos de las horas pico, el taladro
gigante con el que reparan la calle, los aviones que pasan todo el día por
encima de mi casa, que cada vez que un perro ladre todos tengan que hacerlo,
los gritos de todos los vendedores que pasan por las aceras, el timbre de mi
celular o el típico sonido de un carro en retroceso.
Para cualquier otro estos ruidos
no son un problema: bastará, llegado el caso, con subirle el volúmen al
televisor o la radio. Sin embargo, ya que soy estudiante, necesito horas de
concentración cada vez que diserto sobre un problema (del orden lingüístico,
claro. Aunque supongo que lo mismo le pasa a los matemáticos y químicos).
Necesito silencio para concentrarme en lo que las novelas, los cuentos y los
ensayos tienen para decirme. En cambio, lo que tengo es una plétora bullisiosa.
¿Quién puede pensar así? Nadie.
Si no hay un espacio donde las ideas puedan surgir y reproducirse, estas
terminarán por desaparecer. En consecuencia, la gente del televisor o la radio
no tendrá ideas ni disertaciones auténticas y siempre estarán hablando de lo
que no saben, de lo que escucharon muy mal o de lo que el noticiero o un
imbécil con micrófono dijo.