lunes, 1 de julio de 2013

Los miquitos rojos



Salimos de casa antes que el sol. El tramo hasta Luriza es largo porque el final de un camino es el comienzo de otro. La carretera de asfalto negro se termina y encuentras una entrada alta con oscilaciones de tierra. Subes, luego bajas y luego subes otra vez. El camino se hace estrecho, luego ancho; terminas andando entre esos apretados  surcos que el agua lluvia hace en la tierra. De lejos se oyen los aullidos de los monos, sus ecos anticipan el recorrido que aún falta.


Pienso en tambores. Al paso van apareciendo letreros que informan sobre el resto de trecho. El pueblo, llamémoslo así,  está situado en las orillas del arroyo. Éste inunda sus flancos cuando llueve y permanece seco el resto del tiempo por lo que es otra senda, de arena lavada y lleno de pequeñas corrientes de agua con jabón que salen de las bateas de las familias. Los aullidos se han ido. Nosotros seguimos caminando, saltamos los sucesivos y pequeños arroyos morados y azules y serpenteamos con el arroyo grande. En los árboles apenas hay pájaros, ardillas, mariposas. Nosotros vinimos a ver a los monos.

El calor aquí no se siente tanto como un golpe al cuerpo, un peso, sino como una presencia. El calor aquí es como agua que se evapora, puedes sentirlo pero no resulta agobiante, parte de él muere en las hojas más altas. Queremos ir bien adentro, conocer el sitio desde lo profundo. Si miras para arriba el cielo es verde salvo en pequeños claros. Imagino que todo está en su lugar, que todo es mejor sin nosotros, los hombres. También imagino cómo será el lugar de noche. Debe ser frío con ruidos en todas las direcciones, con el cielo negro en vez de verde y con claros de luna y estrellas en los lugares donde descansamos y que ahora son claros de sol.

Pido que de un momento a otro aparezcan los monos. Son pequeños y rojos, con la cola larga y la cara redonda y con papada. Los pájaros apenas nos ven huyen. De cada lugar, nacen mariposas. La mayoría blancas, amarillas y salmones, con rayitas negras. No vemos a los monos todavía.

Nos detuvimos a tomar agua y comer mangos. En la mochila había también bocadillo y desapareció rápido. Tengo las botas sucias de barro y la camisa empapada de sudor. De todas formas seguimos. Más tarde, en el costado derecho aparece otro letrero, pensé que no habría más de ellos. Este tiene matas enredaderas encima. Se las quitamos y dice: Sendero Alto del Aguacate. A su lado está uno de esos portones de alambre y palos secos, lo abrimos. El sendero es estrecho y las plantas lo hacen ver más así. De vez en cuando una telaraña aparece y se me pega en la cara o los brazos.  De nuevo sorbo agua. Y pronto hay un aullido ronco que se oye como un eco.

Nos movemos raudos pero tratando de no hacer ruido. El camino se dividió en dos y escogimos el que subía. En él, también estrecho, hay plantas de lado y lado. De esas que tienen hojas en forma de corazón y que no  crecen mucho. Abajo, muy al fondo  queda el camino que no escogimos. Vamos llegando a la altura de las hojas de los árboles de aquél camino, pero el ruido que nos movió ya se ha ido. Así que seguimos ascendiendo. Me estorban las telarañas. Hay una sombra roja.

El mono se estira para agarrarse de la siguiente rama. Junto con él está, creo yo, su familia. Contamos seis. Algunos no se mueven y apenas nos miran, indiferentes, como acostumbrados a que vengan a observarlos y por eso, ególatras. El primero que vimos los rodea y una monita carga a una cría. No gritan. Los monitos se quedan en cuclillas sobre las ramas. No comen, no hacen nada, solo son. Y con eso basta. Basta verlos en su lugar, en su momento siendo libres. En las jaulas de los zoológicos, en las carpas de los circos, en cualquier lugar que los aísle de su hábitat, por muy legal que sea, dejan de ser ellos. En la misma forma en que yo dejo de ser yo mirándolos, pero con menos justicia. Los monitos, como dije, no dan ningún espectáculo. No lo necesitan. Es más, parece que acabaran de comer y tomaran un descanso.


Las familias de monos están regadas por toda el área, no son una sola manada sobre los árboles. Pudimos escoger otro camino, y pudimos verlos sin tantas vueltas, al llegar. Pero escogimos este y ahora toca salir. De modo que seguimos subiendo, y en lo más más alto llegamos a un claro definitivo. La selva tropical se termina y empiezan las fincas. Nos tiramos al suelo al llegar allá. Después descendimos y cruzamos por un pequeño arroyo. Del lado derecho, la carretera.