Relato de un lector
compulsivo
Aclarado esto empecemos por la adquisición de los libros. En
general no compro libros, salvo en las fiestas de navidad, mi cumpleaños o un
largo ahorro de transporte, comida y salidas a cine que son oportunidades de comprar
alguito decente, los libros no llegan a mí por esa vía. Hay que admitirlo, los
libros son costosos. Pero hay alternativas: 1. Lo más correcto es afiliarse a
un biblioteca pública. En ellas el contenido es variadísimo y resguardan, con
seguridad, el mayor número posible de clásicos universales. Yo estoy suscrito a
la BPC y tengo derecho a llevarme libros a mi casa por ocho días y, si por
alguna razón cósmica no alcanzo a terminarlo, renuevo el préstamo y listo. 2.
Es de suponer que alguien que lee, tiene amigos (al menos uno) que también
leen. Sino, los puedes encontrar en
librerías, obras de teatro, salas de cine independiente, exposiciones y, cómo
no, en cualquier biblioteca. Ahora bien, prestar un libro es un acto de fe.
Quien puede prestarte un libro y lo hace sin interés merece que lo ames. Poner
un libro en manos de un amigo significa confianza de muchas formas. Entonces
hay dos opciones, quedarse con éste o devolverlo. Yo los devuelvo siempre, a
mis amigos no les robo. 3. Robar. Sin palabras bonitas. Tomas el libro de la
mochila de alguien que te cae mal, de la biblioteca del vecino, de la casa de
un profesor. En fin, si es bueno y si lo necesito más (o sea, siempre) lo
agarro sin remordimientos.
Si hablamos de anatomía antes de describir la lectura,
mejor. Los libros vienen con muchas variaciones, son gruesos volúmenes o
cartillitas para leer de un tirón. Pueden tener las páginas amarillas o blancas. Tal vez con ilustraciones o sin
ellas. En fin. Nunca juzgo al libro
por su portada. Tengo la manía de oler el papel de los libros nuevos. Pego la
nariz en la mitad de sus páginas o las paso muy rápido como con esas películas
de muñequitos que se hacen en los bordes de las libretas y aspiro su aroma. En
público lo hago con cierto pudor pero en casa puedo quedarme dormido con el
libro sobre la cara, tan solo oliendo.
Cuando leo me rio, me angustio, me sorprendo. Soy la historia. Ésta se va dibujando
frente a mí en cada letra que se superpone, cada línea que queda atrás y cada
página nueva. Si leo algo que no sea literatura, algún tema llamativo, digamos,
antropología, el libro de todas maneras me absorbe. Me hace permeable de los
sonidos que vienen de afuera, los pasos de las personas en la biblioteca o la
risa de los niños en un parque, la conversación de aquella pareja en un café e
incluso las sombras de colores en que se transforma la gente que pasa. Si leo en
mi cuarto el sentido es a la inversa. Las paredes se vuelven sonidos que vienen
de dentro del libro, pasos de personas o risa de niños… lo que decía al
principio, estoy inspirado. Incluso, puede ser que la lectura sea una cadena de
inspirados ¿no cree?
Casi nuca tomo notas. Es por eso que considero a las citas
como algo con lo que hay que identificarse un momento y ya. Siempre se puede
argumentar con ellas, son divertidas y usualmente saben posar como aforismos.
Siempre hay que citar con comillas. Pero me sucede algo peculiar. Sé que
alguien dijo que no es necesario tomar notas. Que lo verdaderamente importante
se quedará en el lector sin necesidad de que lo apunte. Por eso escribir y leer
tiene muchos filos entre lo propio y lo copiado. Sé de personas que toman notas
compulsivamente. Los libros los llenan de post-its, frases resaltadas. Pueden hacer un listado de
ideas sacadas del texto. Yo no hago eso. A veces por pena con el libro, y a
veces porque no me detengo en la lectura sino hasta cuando me duelen los ojos,
y así no se pueden tomar notas.
Es posible que ya estén claros algunos lugares de mi
preferencia para leer. Hay personas que se vanaglorian del sexo que han tenido
en tantos lugares diferentes, yo he leído en bancos, centros comerciales,
plazas, en un avión, en estaciones de transmetro, baños de casas extrañas. Y no
digo nada. La situación también suele ser un reto. He leído en buses en
movimiento, con el vallenato del vecino a todo volumen, con los autos pitando,
mientras camino, mientras me hablan. He ojeado revistas sin convicción en
muchas antesalas. En voz alta, en susurros, la mayor parte del tiempo en mi
mente. Les he leído poemas, cuentos y pequeños capítulos a mis amigos y a mi
novia. Sé organizar los sonidos del exterior y ajustarlos a la historia.
Cuando leí el Perseguidor, de Cortázar, el tiempo a partir
de entonces ya no fue lineal. Al terminar el Perfume de Patrick Süskind los
olores cobraron más protagonismo. Mi propia guerra se libró el leer La Fiesta
de Chivo de Vargas Llosa y aprendí la importancia de los puntos con El Chacal,
de Forsyth.
Los libros no son nada sin mí. La historia no puede despegar sin un guía
llamado lector. Pero he desarrollado dependencia y no puedo parar. Los libros me
han influido tanto que usualmente ellos viven a través de mí, como un padre que
vive a través de su hijo.